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acariciantes del dormitorio? ¿Desde cuándo se han convertido tu bullicio y tu admiración en cansancio de un largo día? ¿Cuándo una caja con un lazo y colorido se te ha convertido en un en– cargo costoso? El nifio de la Navidad no tiene por qué ser un bebé que hace pinitos, o un chaval de diez afios. Nifio de Navidad es cualquiera que cree que Dios y Santa Claus y los Reyes tienen cumpleafios. Las navidades que te gustaban se han ido. ¿Por qué? Quizá comen– zaron a desaparecer el afio en que decidiste imprimir tus tarjetas de felicitación para enviarlas así a los mil quinientos entre tus «más íntimas y queridas obligaciones». Estabas demasiado ocupado para firmar siquiera con tu nombre. Acaso fue el día en que descubriste que el árbol tradicional era un peligro de incendio por sus luces. Seria más seguro prescindir de su tronco y sus hojas vivas, caedizas, y cambiar su olor de fiesta natural por otro árbol de plástico, color plata, espolvoreado de purpurina, que tocaba automáticamente su «Noche de Paz» y lucia inalterable su nieve. O pudo haber empezado la frustración en aquel diciembre en que, en tu hogar, te convenciste, entre tus familiares, que era una ridiculez el sentarse a la mesa y engarzar en un hilo granos de maíz y arándanos. Casi seguro que desaparecieron tu nifiez y tu navidad cuando hiciste el propósito de resolver tus compromisos de aguinaldos limpia y fríamente con tu chequera, y a la vez te sentiste muy eficaz, pagando los gastos de la reunión y de la cena a un abastecedor admirable, que lo arregló todo a cinco dólares por persona. Los nifios de Navidad son dadivosos, despilfarradores. Para eso es Navidad. Dan gracias, mimos, gratitud, alegría y a si mismos unos a otros. Es suprema armonía que haya nifios en torno al árbol. La Navidad es encender una luz, cantar un «Jingle Bells», no sentir frío en los pies, pulir las lentejuelas y las bolas colgantes con un pafio de gamuza, lamer la crema escarchada de una batidora, dar algo que has hecho por ti mismo. ¡Qué triste es estar en Navidad y no ser nifio! El tiempo, el egoísmo, la apatía, la insensiblidad, la amargura pueden hacer desaparecer la Navidad. El nifio la vive, la resucita siempre. ¿No será esta «puerilidad» navidefia, envidiable, el hecho por el cual mentes extranjeras, muy cultas, consideran «nifios» a los americanos? ¿No será el secreto yanqui la diafanidad con que se alborozan en sus Christmas? La televisión americana, desde la fiesta de Acción de Gracias hasta el día de la Natividad, y de ordinario, no más allá, se va convirtiendo en una inmensa catarata de imágenes, palabras y música que reflejando la vida religiosa cristiana de la nación, inunda el paisaje, la ciudad, el hogar y los templos, a la vez que los estimula, a la participación litúrgica, espectacular e íntima. Por su puesto, el fervor consumista se intensifica a todos los niveles, e instala su afluencia en los vestidos, mesas, sitios de descanso y entreteni– miento, en medio de un sosiego impresionante por lo mismo que las masas participan en él. 284
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