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gratitud, a pesar del frío acerbo de aquel día en Massachusetts, la familia se sintió confortada y encantada con la idea de encontrar el calor que esperaba y su encuentro en la casa del tío Simeón. Como no se cabía en las mesa, cada uno tomaba los alimentos de un sitio a otro, aprovechando el paso junto al fuego de la chimenea para calentarse. En medio de todo, la comida no fue tan escasa, y desde luego no faltó el pavo; frutas, tartas, de manzana y calabaza, ciruelas y cerezas, nueces, y luego cerca del fuego, canciones; cuentos e historias. Se habían reunido hasta treinta: Juliana, su padre, su madre, Parson Smith, otros cuatro niños, cinco huérfanos a quienes pro– veeían los Smiths, cuatro mujeres mayores sin hogar donde ir, sus vecinos y seis de la familia Livingston, para quienes esta fiesta era desconocida. Solo conocían Navidad. La narración de Juliana Smith termina con palabras que definen la posición y criterio de este país ante la palabra escrita y hablada: Mi padre decía que es una buena costumbre el trasmitir los hechos y las tradiciones de padres a hijos. Porque la palabra que se habla, se recuerda mucho más que la que se escribe. Poco países como este de Estados Unidos pueden simultanear así el primer vagido de una cultura con sus frutos técnicos más avanzados, por un lado; y por otro, hacer coincidir y concordar audiovisualmente el rito tradi– cional y la exhibición más moderna. En algo de esto consiste la permanente revolución americana, en virtud de la cual la religión, así como su democracia, avanza más y peligra menos. 278
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