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siones, coincidente con la fiesta. El ágape nacional del pavo tiene algunos abstencionistas y objetores de conciencia. Unos se privan de él por no poder pagar los centavos que cuesta la libra, del ave, otros por ser vegetarianos, y algunos a quienes no seduce la carne de pavo, aunque la presenten en los mercados como traslúcidos globos de ebúrnea y maciza gordura. Hay pavos afortunados. Tienen la suerte de convertirse en «pets», animales capricho de sus amos, entre otras razones porque, según dicen, llegaban a hablar con ellos y comprender los rítmicos glugús de los gallináceos. Mención especial merecen los sentimentales. Una de estas almas es la señora del pavo -«turkey-lady»- y ama de un rebaño de ellos. Lo mismo que otros correligionarios suyos, ella se resiste a desprenderse de sus aves y sobre todo a matarlas. Son gente que en el mismo Thanksgiving man– tiene vivos sus pavos y no se resignan a asesinarlos tan despiadadamente. La señora refuerza su actitud con la anécdota de una niña de la vecindad, cuyos padres, diez días ante de la fiesta le trajeron del campo un pavo, cuyo destino se puede suponer. Era feo como el pecado y en vez de su gluglú, pro– ducía unos ruidos. parecidos -aclara la señora- «a esas llamadas telefónicas para decir barbaridades obscenas», que distan de ser raras en Estados Unidos. La niña, sin embargo, se fue familiarizando con el pavo y encariñándose de él hasta dedicarle su ternura y admirar «los grandes ojos» de su «Tomás», como ella llamaba al pavo. La niña empezó a hablar a su madre de lo que había oído: en Ohío se había lanzado una campaña de «liberación del pavo», cuyo lema era «Sé cortés con los animales,» añadien– do ahora «no te lo comas». En ese caso estaba su «Tomás». Para colmo, la propaganda de los vegetarianos acusaba a la carne de pavo de ser correosa y productora de estreñimiento. En consecuencia, la víspera de la fiesta, la niña y otro niño de enfrente tenían bien decidido salvar a su héroe. Pen– saban raptar al pavo y devolverlo al campo. No se logró su plan. Era tarde. Se cumplió la tradición, a pesar del llanto de la niña... Al aparecer su cariño, dorado y mantecoso en la mesa, ya no tenía su noble apariencia ni sus serenos y atractivos ojos. La niña, con su cara vuelta hacia un lado, veía, el hacha ensangrentada que cumplió el holocáusto. De esta fiesta de la Acción de Gracias hay la narración de una niña, Juliana Smith. La escribió en el año 1779, tres años después de iniciada la Guerra de la Independencia, refiriéndose a tiempos en que la guerra con– tinuaba y había por consiguiente restricción de toda índole, especialmente en la comida. En el diario de esta muchacha se ve que había tiempo y opor– tunidad para dar gracias. Los parientes y vecinos se reunían y admitían a la mesa a personas solitarias por cualquier circunstancia. «Desde luego no había roast beef. Nadie de nosotros lo había probado en los tres últimos años. Todo el mundo estaba en armas. Se habían ido a la guerra, y era poco lo que se podía adquirir, ni por amor ni por dinero. Luego que por la mañana Parson Smith dijo su sermón para celebrarlo con 277
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