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cómo serían sus maridos. Los colonizadores trasplantaron a este país la riqueza del folclore británico. En la colonia y después, se propagaron, se entremezclaron, y se hicieron más comerciales. Perdieron el significado de lo oculto, se olvidaron de las supersticiones, y la noche del 31 de octubre se convirtió en una buena excusa para que niños y adultos pasen un buen rato. Grupos de niños, risueño muestrario de las distintas razas nacionales y etnicismos del país van llamando a las puertas de los vecinos. Sus vestidos, disfraces, calabazas y caretas no logran esconder su alegría y su expec– tación. Cuando se descubren, se admiran racimos de rostros encantadores de la corte celestial humana. No es demasiado lo que piden con su «trick or treat» que piden y amenazan: Unos caramelos, una acogida amable y en ocasiones dinero para algún concierto, club deportivo, asociación benéfica o agrupación religiosa. Con frecuencia les acompañan sus familiares, padres vestidos de Glinda, la Bruja Buena, de Tin Man, o del Hombre, la Mujer y hasta el Perro Biónicos. La policía cuída el Halloween, pues reflorece en algo la travesura de los niños. A veces molestan al vecindario por la sanción de huevos estrellados que reciben las casas de los que han sido rehacios a la consigna de los visitantes de dar o ser burlados, «trick or treat», da o paga. Caso más raro es el de algunos mayores que han puesto alfileres en los dulces o frutas que les regalan. Pero ello es pura excepción. Toda manifestación ilusionista, folclórica y casi religiosa del ciclo del año norteamericano incorpora el Halloween a su calendario de entreteni– miento y de arte. El ambiente que se crea es placentero y embrujador. El espectáculo semanal de la Televisión de Lorenz Weltz, sin claudicar de la exquisitez dulzona de sus músicas y ademanes, de buena sociedad y costumbre americanas, cede a la danza de los monstruos, a las canciones macabras y a las telarañas de castillos ruinosos y esqueletos elegantes. La encantadora y embrujada Samantha ve rebasados sus trucos cinematográficos por los niños y niñas que no logran perder su candor ni su jolgorio en esta noche, que, muy vagamente quisiera recordar a las «santas compañas» gallegas. Los comediantes, institución de los «graciosos», paro– dian otras festividades y les dan la dimensión de Halloween, con sus defor– maciones de las figuras políticas, del deporte, y de Hollywood, y recrean un mundo trémulo de bosques y grutas, donde abundan los gnomos, los paja– racos, murciélagos, sepulcros entreabiertos, enanos y hadas auténticas, mientras el camionero de media noche, bruto y enternecido, visita a la camarera turbulenta y le ofrece el anillo. Intento extremoso de Halloween ha sido inmiscuido con las atrocidades de «El Exorcista» y los asesinatos rituales de la «familia Man– son» y el «holocausto de Guyana». No es presumible que tales atrocidades se incorporen al espíritu de la noche octubre-noviembre del Halloween. Lo normal es que se siga celebrando la elección de «Miss Halloween», y que la Gran Calabaza, rodeada de su cortejo incalculable de calabazas y 265
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