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hombres y mujeres del ejército, la marina y el aire, en actitud de saludo, las condiciones de las infancias, las añoranzas y la resignación concentrada de veteranos. Las fes que se agrupan en torno a esta bandera agradecen su amistad fraterna y la santifican en todos los templos de la nación y en sus mil confesiones. El país se ha hecho en sus doscientos años con más patrias que decenios. La patria única, si es que existe -se habla mucho más de país, «country», que de patria, tierra de los padres- es ávida y cordialmente aceptada por el advenedizo. Son gente que, instalados aquí, ingieren un americanismo más aparatoso que el de los yanquis, a la vez que se afirma y se acrecienta su fervor por la patria de naciemiento. Esta es una de las notas más apreciables de la humanidad americana. Su aparente contradicción es prueba de la normal y dinámica convivencia de los «residentes». Es un tomar tierra en un nido de libertades en proceso de fecundación. Seguramente que se alejaron de sus respectivos lugares de origen por necesidad, por ansias de superación o liberación, por cansancio, por penitencia, por sueños, o por despecho. Pero la estatua de la libertad los acoge a todos. Purifica y sacraliza las almas de sus peregrinos que aquí se acogen; las distintas patrias, que quedan vivas en las más fuertes realidades, los recuerdos de niñez y juventud, las imágenes adoradas de la miseria, en– noblecida ya por la superación; las músicas, los alimentos y los dichos. Las glorias nacionales y religiosas reactivan, en los clanes familiares, el espíritu, el color, olor y sabor de la porción de sangre regionalista. Desde Japón y China hasta Polonia y Rusia, tanto Escandinavia y Germanía como Hispanoamérica, Inglaterra, Francia y el Mediterráneo, lo mismo el cora– zón de Africa, que las Islas del Pacífico, muestran la policromía patriótica que urde el tapiz planetario de América; y producen, por una fuerza no definida, si no el americano típico, sí frecuentemente el patriota más con– vencido sobre la tierra. Aquí los apátridas hácense doblemente patriotas: de su patria, dejada, y de Estados Unidos, logrado. El fenómeno de reafirmar las creencias que se trajeron de los países de origen es paralelo al de la mayor sensibilización de la patria y quizá más significativo. En el origen del pueblo norteamericano, como se echa de ver en los padres peregrinos y gran parte de sus posteriores inmigrantes, están la preservación y acrecentamiento de la pureza de su actitud religiosa teórica y práctica, de sus ideologías, de su folclore, de sus ritos, y hasta de su suerte étnica. Por ello, la bandera religiosa y la bandera nacional lucen en todos los templos, en sitios de precedencia, próximo al santuario. Los actos públicos de significación nacional, que por parte del Estado son aconfe– sionales, revisten espontáneamente por práctica de los fieles y de sus direc– tivos, una manifestación de piedad patria, de coincidencia ecuménica, inter– confesional, unitaria de adoración y de fe, como parte integrante del espíritu americano. En un acto de esta índole, el Dr. William H. D. Hornday, pastor de la 260

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