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Nunca en la historia de los Estados Unidos ha dependido un Presidente tan fuertemente para su política universal de un hom– bre que no es -no lo era entonces- su Secretario de Estado. Y nunca han calzado tan bien las suposiciones básicas del Presidente y su Consejero. Luego fue su Secretario de Estado, después de sus fulgurantes gestiones entre Oriente y Occidente. Si hablamos aquí de él, no es tanto para presentar y juzgar la per– sonalidad del señor Kissinger como ideólogo y manipulador de la política norteamericana, sino para ver en ésta, en el pensamiento y en el albedrío de los Estados Unidos, principios y rasgos de actitudes en cierto modo éticas. Si la política es arte y ciencia del gobierno de los estados, y la diplomacia conocimiento y trato de intereses y correlatividades entre unas naciones y otras, bien se sabe que ambas implican cortesanías y servidumbres aparentes, fuerzas, presiones y arterías sinuosas. La visión triunfalista de la política se nubla de obscuridades hondas cuando se la contempla como pro– ceso biológico, que la hace imprevisible y amoral, o simplemente se la reduce a fatalidad. Henry A. Kissinger tenía formulados sus principios y puntos de vista en coordinación con el modo de ser político del ente norteamericano. Había publicado su libro «Política Exterior de Norteamérica», en la que reunía diversos trabajos sobre estos tres temas: Estructura interior y política ex– terior, Principios centrales de la política exterior americana, y las Negocia– ciones del Vietnam: monografías publicadas e 1968 y 69. (La traducción española es de Ramiro Sánchez Ruiz, editada por Plaza y Janés en Barcelona, 1970). Ya antes, en 1966, a su libro «Un Mundo Restaurado», que versaba sobre Europa después de Napoleón, le daba un subtítulo in– trigante: «La Política del Conservatismo en una Era Revolucionaria», con– cepto que se consideró como una superación del fácil liberalismo de los años Roosevelt-Truman y que manifestaba una nuevo espíritu no ajeno a Har– vard. Lo que se intentaba en aquella conyuntura europea era el evitar que la convulsiva revolución con Napoleón o sin Napoleón, destruyera el mundo. Para ello buscó Metternich la estabilidad por medio del equilibrio de poder en Europa, y la legitimidad por el hecho de que las grandes potencias lograran algún con– cierto, apoyando cada una de ellas a la otra. Sin embargo, Kissinger reprocha a Metternich «No haber comprendido que el equilibrio no es estático, sino que está constantemente en movimiento y requiere alguna clase de movimiento con– trario para mantenerse». Con esta previsión histórica, de importancia capital, Kissinger parece acercarse mucho al balanceo síquico que va con el carácter y proceder 250
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