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Hasta qué punto se puede la clase de fe de como la tantos intelectuales y sensitivos, puede discutirse, pero, según añaden los autores Joseph Gaer y Ben Siegel, es evidente que «él encontró en la tradición cristiana cierto alivio contra los demonios personales que lo plagaban.>> Lo cierto es que autores dramáticos y líricos han compartido siempre las épocas de confusión con la misma perplejidad. Unos y otros han ex– presado la idea de que de un universo sin Dios es inútil esperar una respon– sabilidad moral y ética. Es un proceso de dudas, de confusión, a la vez que un deseo de creer. Entonces es cuando algunos de ellos, que han intentado salvar el puente de su incapacidad y deseo de creer, ponen su mirada en la figura de Jesús. Este fenómeno se ha dado en una literatura considerable norteamericana y diríamos que en la vida y en muchos movimientos con– temporáneos hacia Jesús. La deformación que puede encontrarse en este in– terés vital por Jesús frecuentemente deriva en una demanda simbólica y palmaria de cambios sociales y estéticos que afectan, más directamente que a la cultura, a la vida interior de cada persona. El carácter del Cristo Yanqui, evangélico y nacional, aparece también más patético por eso mismo que es Cristo adolescente pletórico de vida, juvenil y actualizado. Y sin ascesis. Al menos tal como ésta se ha entendido en la iglesia romano-católica, greco-judía o hispana. Pero su Pasión no cesa por ello. Su espectro, el del Cristo, no está libre de deformaciones, irreve– rencias y profanidad que apenas pueden interpretarse sino como salivazos en la faz divina, en el trance de la perpetuación de su Pasión Redentora ultrajada por la flagelación, el insulto y la blasfemia. Tales deformaciones se dan en el contexto del cristianismo cotidiano y en la biografía de sus seguidores, tantas veces infieles y traumatizados en sus creencias y pasiones por Cristo. A finales del siglo pasado, Richard Watson Gilder contemplaba así a Jesús: No al Cristo de nuestros credos sutiles; y sí al hermano de la necesidad y de la culpa, al amador de hombres y mujeres con un amor que haría callar todas las pasiones conocidas ... El mismo estremecimiento se percibe en Edwin Arlington Robinson en su Calvary: Después de diecinueve siglos de oprobio todavía cuelga. Y no hemos reparado esa afrenta que ultraja su nombre. ¡Cuándo se desvelará el ardiente coraje del amor! Dime, Señor, ¿hasta cuándo 23

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