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Patrick Owens definía al presidente Nixon: El presidente entra y sale de foco semejante a la luna, vista después de cuatro o cinco tientos a una botella de ginebra. Ahora se le ve, ahora no se le ve. Y si así fuera, ¿qué otra cosa es él? En este clima de ironía, humor, sarcasmo y nunca desesperación sigue viviendo este país, porque quizás sabe que las manifestaciones escritas o comunicadas por los medios de esa misma comunicación ni son ni reflejan suficientemente el tuétano de ningún pueblo. Hay otras convicciones que apenas se afectan por las gallardías efímeras del diarismo. He aquí algunas que menciona el recién retirado James Reston, del «New York Times»: Cierto que se habla de un cambio de gobierno y de espíritu ante las visicitudes impresionantes de un presidente como Nixon. El presidente no es el gobierno. La seguridad y la continuidad de la república no descansa sólo en un hombre, sin pensar en Nixon y ni siquiera en un Lincoln. El sistema es fuerte y resistente como para seguir adelante, tanto si se va Nixon, como si dura más años. La política exterior no varía substancialmente por tal o cual presidente. Y mucho menos, lo que más temían los americanos: el que la salida de Ni– son sentase un precedente maligno para la institución de la presidencia. Más bien, ha resultado una experiencia útil ocurrida precisamente en las vísperas del bicentenario; fué un trance, una pesadilla política con todas sus posibilidades de injusticia, desacierto o parcialidad, que ha acontecido rápida y suavemente. Fueron las virtudes y gestos humanos, los que se opusieron y se mostraban reacios al enjuiciamiento, dimisión o rechazo del presidente: sentimientos muy norteamericanos y que permanecen: el no mostrar ser cruel ni humillador de nadie, país o persona. Nada, sin em– bargo, elimina la malicia política. Aún antes de cesar Nixon, alguien decía: Acabo de leer que el vicepresidente Ford ha dicho que no se presentará para presidente en el 76. Y otro replica: no me había dado cuenta de que él fuese un candidato ya. En una de las infinitas caricaturas que se hicieron en los meses finales de Nixon acerca de su último discurso sobre el Estado de la Nación, rito anual de todos los presidentes, el periodista Mike Royko, apuntó las veces que los congresistas le aplaudieron. Fueron treinta y cinco veces a su discur– so de cuarenta minutos, sin contar la ovación inicial de cinco minutos y los aplausos agradecidos al final. No es que al periodista le parecieran ex– cesivos, sino que eran muchos más que «los pensamientos y planes que merecieran la pena». Eran aplausos «parecidos a los del auditorio benévolo 235

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