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decenios: las colas ante las estaciones de servicio y las amonestaciones oficiales al ahorro en cantidad y velocidad del combustible. Los helicópteros fotografiaban estas colas de coches y personas, zigzagueando pintorescamente hacia las estaciones de servicios. A la vez, se temío la escasez en los grandes almacenes de alimentación y en las tiendas gigantescas higienizadas, aireacondicionadas y musicalizadas. Ello supuso la invasión sonriente, simulando serenidad, de las amas de casa, que saben llevar los paquetes y carritos de la compra, rutilantes y colmados con igual cariño que los niños gozosos y perros mimados. No había, desde luego, motivo de histerismo por una catstrofe, porque el susto pasó pronto y sólo más tarde iría adquiriendo otros caracteres. Pero sí hubo algo que estremeció honda y significativamente a la sociedad norteamericana; y con ella, a toda su civilización y cultura. No hay más remedio que hacerlo constar. Fué la amenaza de que el papel higiénico iba a faltar. Se vió con horror que las anaquelerías y estanterías que en todos los supermercados brindan prodigalidades de tan exquistias artesanías y ensueños de suavidad, colores y eslóganes de propaganda, que llegan a superar las efusiones poéticas, sugerentes, acariciantes y embru– jadoras de las etiquetas de los frascos de perfume y los cutis de niños y de las rosas, esos anaqueles, digo, aparecieron semivacíos, y desmoronados, desmochados, por la escasez y por las compras anticipadas y previsoras. En– tonces cundió algo el nerviosismo, velado por ese valor y coraje intrépido, arrongante y estoico del anglosajón cuando le surge el peligro, por im– previsto que esta sea. Nadie palideció. Ni hubo ira, ni pesimismo. Sólo algo así como un pudor, íntimo y a la vez universal, se extendió por el inmenso país. Se removió la conciencia de cuán frágiles son, a veces, con lo que ha costado llegar a ellas, las superficialidades triviales lujosas y necesarias que pone a una civilización en primera línea. Ni los periódicos, ni el papel de estraza, ni las hojas del matorral próximo, ni los increibles recursos de las civilizaciones antiguas históricas como la babilónica, la greco-romana, ni la tremebunda edad media, ni el exquisito tiempo del renacimiento o de la ilus– tración, dependieron nunca de la crisis de la higiene y estética americanas .. Afortunadamente el susto pasó. Pero eran de otra clase los sinsabores más ultrajantes e inesperados en la misma celebración del Bicentenario. Uno de ellos lo denunciaba en un artículo exclusivo en el «U.S. News and World Report»: «La peor broma en 200 años». En 1776 cuando nació este país, la población era de dos millones y medio. Ahora excede de doscientos treinta millones. Si usted es uno de esos millones de ciudadanos norteamericanos, acaba usted de ser insultado. En la oficina para el Bicentenario, en el Distrito de Columbia, la capital de la nación, se inaugu– ró, en enero 14, por el Alcalde de Washington, con esta noticia. Adornando la ocasión estaba un nuevo mural, obra del pintor nombrado H. H. Booker II. Entre los personajes pintados en el mural, figuraban: Karl Marx, el padre del Comunismo; Friedrich Engels, Asociado de Marx; Joseph Stalin, de la Unión Soviética; y Mao Tse-tung de los chinos comunistas. 234
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