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fenómenos inducidos. El estrangulamiento de los países industrializados, el bienester de los pueblos libres, la vulnerabilidad de las democracias, el futuro de todo esto se estaba jugando, tanto en el interior como en el ex– terior de los Estados Unidos, ante la expectación de amigos y enemigos. La cuestión de una diplomacia de ninguna manera extraña al uso del «garro– te», constituía grave problema ético para la nación. Al mismo tiempo, algo espiritual, religioso trataba de reavivar la vocación norteamericana de defender la democracia, la libertad, el progreso, la igualdad y la frater– nidad. El mundo sigue recibiendo con cierto escándalo estas reacciones simultáneas de la idiosincrasia yanqui, que conjuga actitudes sosegadas y filantrópicas con súbitas pentagonistas amenazas, como si la lógica tuviera valor ante la dialéctica implacable de las hegemonías en peligro y sobre el prestigio de fuerzas y de la razón de estado. Poderes policíacos y militares, económicos y técnicos, alardes de confortabilidad y afluencias en los modos de vivir hacían resaltar los peligros del levemente añorado aislamiento al cual no tenía derecho «el gendarme fantasma del planeta». En resumen: inevitablemente afloraba la conciencia del poder que está siempre vivaz, con el agravante de querer manisfestarse popularmente candoroso, inocente, benéfico y hasta evangelizador condescendiente y tan sensible a los derechos humanos. La mejor manera de celebrar el segundo centenario del nacimiento de la nación sería determinar el estilo, el clima, con que «nos disponemos a en– trar en nuestro tercer siglo: un cambio en la generación» que pululaba en los expertos y ejecutivos de la gobernación americana. Tal es al menos la opinión expresada por el periodista David S. Broder, quien recuerda a este propósito la teoría de Thomas Jefferson, el político filósofo y humanista de la independencia, acerca de las generaciones y el país. Según ella, debemos considerar cada generación como una nación distinta, con los derechos y la voluntad de su respectiva mayoría, para unirse entre sí y ligar obligatoriamente a la generación siguiente, tan renovada y creativa, como si se tratara de países extranjeros. Carter hizo su campaña con el lema «cambio». Era lo que se percibía con la vaguedad de siempre, pero inequívocamente, en mucha gente americana, quizás no la más representativa, pero sí conmocionada, como las minorías más recientes, los jóvenes y una parte de los asustados de los últimos escándalos, singularmente el Watergate. Los primeros indicios parecen probar que algún cambio de estilo y andadura se iba a producir. Los que habían soñado con un cambio de esta índole en tiempo del Presidente Kennedy, quedaron decepcionados con su asesinato. El era el presidente de una generación nueva, en edad y en estilo; el único presidente hasta entonces nacido en este siglo. Luego advino Nixon, también de signo fatídico, nacido en él. Kennedy era 27 años más joven que el presidente que le siguió, Johnson. Ello originó una alteración de las generaciones y la falta de sincronía se dejó sentir. El mundo y el país han cambiado; la política del 232
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