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poco justificables. Constantino I el Grande promovió el Concilio de Nicea, junio, 325, el concilio que aseguró su Credo y la consubtancialidad, clave de la Divinidad de Cristo. Y si hay algo ecuménico en católicos, ortodoxos y protestantes norteamericanos, es la concentración del culto, de la fe y de la relación personal en Cristo Jesús, como lo fue, después de Nicea, para cual– quier cristiano, uno de los cuales se proclamaba Constantino al dirigirse a los fieles «como uno de entre vosotros que tomo parte en el Concilio.» Si por lo constantiniano se entiende el derecho, el canon, la ley y el orden mayestáticos, el culto espléndido, la liturgia florida y exacta, la coin– cidencia y entendimiento entre valores cívicos y sagrados y la vistosidad de vestimentas y desfiles, todo ello en nada ofende a las gentes yanquis; más bien las deleita. Forman nación de enamorados de paradas, exhibiciones teatrales, espectáculos radiantes de color y música en las convenciones políticas, en los homenajes a sus héroes vivos y difuntos y en las frecuentes inauguraciones deportivas. «¿Qué tiene que ver la cristiandad religiosa yan– qui con todos estos alardes de luminosidad?», se pregunta uno en tantas ocasiones en que la piedad patriótica o de masas coincide con la religión en su plegaria pública y ambiente secular. He aquí una faz del Hijo del Hom– bre, Hijo de Dios, que acampó entre nosotros. Quizá los yanquis no son especialmente ascéticos, ni monárquicos, ni siquiera nobles, ni místicos, pero se honran de contemplar y agradecer la huella del arte, de la espiritualidad y de la cultura doquiera presienten lo divino. AIRES DE FRONDA LIBERACIONISTA El término liberación retiene su afinidad nativa con la libertad vigente y progresista en este país. En él las instituciones y las ideas viven en proceso, sin pausa y sin prisa, con más pulso y, desde luego, antes que en las demás comunidades del mundo. Tal ha venido ocurriendo con la esclavitud, los negros, las minorías de inmigrantes, la mujer y todos los credos. Sus movi– mientos liberadores y liberalizados prenden enseguida en todos los estamen– tos sociales, incluidos los religiosos. Por eso mismo no presentan de or– dinario ni la agresividad ni el nerviosismo que, por ejemplo, se notan entre teólogos, profesionales de la pastoral y algunos prelados latino-americanos. Espíritus como los de Medellín y el de Puebla, no son concebibles en Filadelfia, Boston, Miami, ni siquiera en Nueva York o en Los Angeles. No porque no se mantengan los principios o porque se carezca de conciencia de las servidumbres que pesan sobre las gentes, sino porque piensan que no es oportuna ni eficaz una forzada aceleración de los movimientos sociales ins– pirados en lo religioso. Si por un lado la sociedad norteamericana es social capitalista y sigue dando primacía al comercio, al libre cambio, a la empresa privada y a la comunidad del consumo y de la afluencia, por otro, confec– ciona un individuo libre, dirigido y siempre azorado para convencerse de sus libertades y de su suerte. No hay aquí un Cardenal Aloisio Lorscheider, 192

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