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realización, también en el arte y, hoy diríamos, en los medios de com– unicación. La salvación, la misión de Cristo se verifica así. La «recapitulación» y «primacía» de Cristo están ocurriendo actualmente. Cada edad y país, cultura, tiene sus modos de vivir todo cuanto le es ex– periencia externa o interna. Jesús «es» para el universo, en que se encarna y existe. De hecho todos los siglos de cristianismo por medio del arte han trasladado la Biblia y los Evangelios a la lengua y en la configuración de su tiempo y de sus gentes. De ahí las imágenes de Cristo, literalmente en la plástica y mística y en las gentes y su cultura. En definitiva, al creyente común lo que le queda es la suya, propia, imagen de Cristo, su edición yac– tualización en su alma y en su modo de vivirlo. Se comparten así por todos una misma belleza y un mismo poder recibidos y expresados con amor: Cristo, de todos y de cada uno. No podía ser menos, y seguramente, en cier– ta manera, ha sido y es más en la cristiandad americana. El aprender y el contemplar no se logran sólo en los libros, incluidos los sagrados. La naturaleza, la vida misma, las obras de arte, incluidas las audiovisuales como la radio, el cine, la televisión, el teatro y las incursiones en nuestro interior son comentarios vivos de las verdades eternas. Los media alcanzan no raras veces imágenes más elocuentes que la palabra escrita o las imágenes plásticas, como ocurre más que en nigún otro en el cine americano casi catequético y narrativo. El creyente común, de la calle, ¿con qué se queda sino primariamente con la imagen? Por eso los ar– tistas, cuanto más religiosos y originales, más intensamente profundizan y exhiben las imágenes de Cristo popularmente, como en los pasos y proce– siones. El creyente mantiene y reaviva Fe, convicciones y suefios. El no creyente percibe, al menos, y experimenta el poder espiritual y hasta físico a veces, porque el cuerpo es sujeto de fuerzas espirituales, buenas y malas; angélicas, al fin y al cabo. En el hospital de los monjes de San Antonio, en Issenheim, había un tratamiento para los dolientes de la enfermedad llamada en la Edad Media «mal des ardents» o «fuego de San Antonio.» Era instalar al enfermo delante del tríptico del pintor Grunewald, para con– templar por tres días las escenas, comenzando por la izquierda. Bajo la in– fluencia de la visión trágica del artista, el enfermo se impresionaba profun– damente por la acción maligna de los demonios de la tentación. Luego con– templaba el mensaje de esperanza de la Anunciación y el cuadro del Nifio Jesús en brazos de María. Luego miraba a Cristo en la Cruz, pintado con terrible realismo, torturado por la agonía superior a los dolores del paciente que el paciente se consumía. Pero al tercer día sus ojos contemplaban la visión de Cristo resucitado, pintada con tanta gloria como ningún otro pincel de artista lo haría y pasaba de su tormento a una sublime y particular tranquilidad de todo su ser. La Edad Media quedó atrás, si ello es posible. Pero estamos muy cerca de California y del Profundo Sur donde todo es posible para Estados Unidos y sus gentes: Los Angeles, San Francisco, Nueva Orleans, ciudades «con ángel,» y también con duendes y demonios. Con frecuencia la cristian- 188

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