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en respetarle y en clamar a El en la desesperación o en la dicha; está par– ticularmente en amarle con gracia sobrenatural, y también con ternura y apasionamiento de amistad y de arrebato. San Pablo, San Francisco de Asís, Santa Catalina de Sena, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, lo mismo que tantas almas sencillas que comulgan con fervor, son inconcebibles sin este amor personal a Cristo. Nuestras relaciones con El no basta que sean de fe, de mayor o menor concordancia con su doctrina y ejemplos, sino que han de ser un enamoramiento con sus deliciosas y sombrías vicisitudes, en una palabra: la conciencia de vivir lo mejor de nuestra vida con el Ser mejor del universo. Esta penetración de Cristo es a la vez la más social y universal expan– sión suya, por eso mismo que no considera como único ni principal lo colec– tivo ni lo social. «Aquel que sin cuidarse de su pueblo lo arrastra consigo a la universalidad por la belleza triunfante de sus obras, aquel que de este modo le da la gloria y, en consecuencia, hasta la eternidad ¿no hace mucho más por El?» «El cristianismo, el misterio del individuo, es precisamente lo que hay que introducir en los hechos para que el hombre encuentre en ellos un sentido.» Estos conceptos caen muy bien al arte y sociedad americanos. Es ad– mirable que esta reivindicación del individuo cristiano surja en un contexto marxista como el ruso. Pero ese ambiente es su explicación. Podemos soñar. Si el colectivismo se inclinara a la difusión de la comunidad cristiana, individualmente inserta y expansionada en Cristo, la humanidad resultaría automáticamente espiritualizada y sus miembros habrían encontrado su sentido temporal y eterno en lo social sobrenatural, y éste es en resumidas cuentas el secreto del Cuerpo Místico de Cristo. Lo mismo puede decirse de la «comunidad de las rosas chinas.» Al menos así sueñan algunos norteamericanos en esta hora de las reverencias. Entre tanto el amor personal a Cristo es la peripecia más importante de nuestra biografía individual. Cristo-escribía Tolstoi-enseña a los hom– bres que en ellos hay algo que levanta su vida sobre las urgencias, placeres y miedos. El que entiende la enseñanza de Cristo se siente como el ave que no sabía que tiene alas, y de repente comprueba que puede volar, que puede ser libre y que no tiene la servidumbre de temer. JESUCRISTO EN LA NOVELA DE CADA HOMBRE Son bastantes las canciones populares que llevan la invocación, reiterada como una letanía, al sagrado nombre de «Jesucristo.» Voces de multitudes, presididas por el grave cantor, reclaman a Jesús en un mundo lleno de problemas y de impulsos hacia el cosmos y hacia una nueva cultura, en medio de la perenne angustia humana. Esos cantos justifican, a su modo, muchas cosas que se recusan a estas generaciones actuales, a las que, sin pensarlo mucho, llamamos «secularizadas.» Cristo sigue estando en las 183

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