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Naturalmente que este Cristo no es el Cristo total, íntegramente el auténtico, cuya versión social y viva es la Iglesia Católica. Pero es en toda caso una vez más ese Cristo que Pasternack, como ruso, no elude en su obra que alcanzó el premio Nobel, tan llena de misficaciones. Ha de agradarnos siempre a los cristianos católicos la atracción divina de nuestro Señor Jesucristo, ejercida sobre los extraños-si es que extraños puede haber para los cristianos verdaderos-y hemos de recibir como lección que reafirma las propias experiencias y relaciones con Cristo el hecho de que Cristo continúe inefable e inagotable. Así podemos recordar el Cristo ruso: el de Pasternack. Lo vemos primeramente como ya lo vieron los Profetas del Antiguo Testamento, como portador de libertad y de hostilidad. Solamente después de Cristo los siglos y las generaciones han respirado con libertad. Sólo después de El ha comenzado la vida en la posteridad y el hombre no muere ya por la calle al pie de un muro cualquiera, sino en su casa, en la historia, en el ápice de una actividad dirigida a la superación de la muerte. Pero lo admirable de Jesús es que esta proclamación de cosas tan solemnes y decisivas la hace sin empaque de sistema filosófico ni estruendo de revoluciones. Se conduce trivial y domésticamente. Para mí lo principal es que Cristo habla con parábolas extraídas de la vida diaria, explicando la verdad a la luz de la existencia cotidiana. La base de esto es el concepto de que la comunión en– tre los mortales no acabará nunca. Este Cristo, adherido a las cosas humanas, realista y puro a la vez, es el me– jor retrato que llevamos en nuestra cartera junto al corazón. Roma fue un mercado de dioses tomados en préstamo y de pueblos conquistados, una doble aglomeración, en la tierra y en el cielo, una náusea, un triple nudo apretado sobre sí mismo como un retortijón ... Y he aquí en aquella orgía de mal gusto, en oro y marmol, llegó El, ligero y vestido de luz, fundamen– talmente humano, voluntariamente provinciano, el Galileo. Y desde ese instante los pueblos y los dioses dejaron de existir y comenzó el hombre, el hombre carpintero, el hombre agricultor, el hombre pastor entre un rebaño de ovejas a la puesta del sol, el hombre cuyo nombre no sonaba ni feroz ni solemne, el hombre generosamente ofrecido a todas las canciones de cuna de las madres y a todos los museos de pintura del mundo. Agranda el corazón del católico esta representación rusa de Cristo Desde tan diversos ángulos nos place oir a Lacordaire, Renán, Mella y ahora a Pasternack: todos ellos testimonian la influencia de Cristo. El secreto de nuestra dicha como cristianos no está sólo en obedecer a Cristo, 182

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