BCCCAP00000000000000000000550

siguen siendo la clave de nuestras esperanzas futuras. Las ilu– siones pueden desvanecerse, pero los sueños que han engrandecido a este país nunca morirán, mientras haya hombres y mujeres decididos a conservar vivos esos sueños y bien altas las metas. CON DIOS DA GUSTO Es bien sabido que la gente sencillá y hasta inculta expresa, a veces, con más exactitud y, desde luego, con más seguridad, verdades y misterios que los sabios y científicos exponen con cavilaciones y obscuridades. La precisión y el realismo con que hablan o, más bien, sentencian, suelen mezclars con un suave humor que solo la bondad y los años pueden prestar. En una reunión informal se hablaba de lo de siempre: la actualidad. Es decir: el tiempo, los escándalos, «de lo que se dice,» «de cómo está la juventud y los matrimonios,» «de que eran mejores los otros tiempos y los otros sitios,» «de las turbulencias y rebeldías,» «del asunto del clero,» «de adónde vamos a parar,» y del confusionismo y desorientación que alcanza incluso a la gente que consideramos «espiritual.» En concreto: de las varia– ciones litúrgicas, de los diferentes criterios religiosos y sacerdotales sobre la piedad y la devoción, y de la falta de normas fijas sobre temas importantes para los respectivos grupos, como el divorcio, el control de la natalidad y el celibato eclesiástico: cuestiones que sería cándido negar que traen de cabeza a la comunidad católica. Desde luego se hablaba también «del inmediato regreso» y de la «peligrosa adaptación al ambiente americano.» Había en la reunión una señora de «cierta edad,» de aspecto no muy brillante pero de ojos luminosos y tranquilos. Apenas había intervenido en aquella sabrosa conversación y, de improviso, dejó caer esta expresión que pareció fuera de tono: «¡Con Dios da gusto!» Quizá la ancianita quiso decir algo, que es pura mística y espiritualidad cristianas. Nuestra angustia de vivir es que lo divino y lo humano, las cosas que pasan, incluídas las maravillas de la civilización que contemplamos en la ciudad, que introducimos en nuestros hogares y de las que nos prendamos en el corazón, no llegan a darnos «gusto.» Quizá todos estos problemas, temas de perennes conversaciones, estudios y soluciones más o menos provisionales, con todo merecimiento se investigan con estadísticas y encuestas en los campos, sociológicos, económicos, médicos y con estupendos criterios humanos que ver– daderamente son imprescindibles. Pero, según la intención de la «ancianita,» quizá les falte algo: la presencia de Dios sentida y vivida por los hombres. «Con Dios da gusto.» Pero sin El, todo da inquietud. Con Dios da gusto incluso el dolor, el fracaso, la cruz, el sacrificio voluntario, el deber, y no digamos, los Sacramentos, la Misa, la liturgia, y en consecuen– cia, el arte, los placeres dignos, las conquistas de la ciencia y sus aplica- 178

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz