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fríos y compantes. Su calma imperturbable no es estoicismo razonado ni impasibilidad o indiferencia. Es una mezcla de desinterés y poder. No es luz que produzca alegría, ni antes ni después serenidad. Extrañamente, la ira y la violencia desapasionadas parecen estar prestas a desencadenarse, como en sus robots cinematográficos: hombres y mujeres biónicos, con muchas luces y poca alma. Pero lo más común y confortante es que estos seres americanos saben quedarse en la paz simple de «estar» y morir como el no– ble árbol ... y a la orilla del mar. Dicen que pescar es un asunto fácil. No necesita más que dos cosas: caña y paciencia. Pero lo primero que se supone son ganas de pescar. Es lo que le faltaba a este pescador, de Islamorada, uno de los cayos de nombre español, de la Florida. Era uno de esos días, allí frecuentes, en que Dios creador podría darse una vuelta por sus obras y decir de nuevo: «Todo va bien.» El cielo, el mar y la leve línea de la tierra parecen tan espirituales como el alma de uno; un puente se pierde en el horizonte entre dos islas, y algún cocotero está haciendo reverencias al paisaje. Nuestro planeta ofrece el perfil de una luminosa esfera en el que posa un hombre. Este pescador. El conjunto inducía a bañarse beatificamente en la «evidente religión de los cielos.>> No hacía mucho que se había jubilado. Hacía más de treinta años que soñaba hacerlo para ir a la Florida, descansar y pescar. Durante tres decenios había sido vicepresidente de una compañía de seguros en San Luis. Había alcanzado su seguro. Ahí estaba pescando, y, a su lado, un curioso: el escritor Charles Villeford, autor de novelas, periodista y reseñador de libros de misterio en un diario de Miami. El refería esta escena. Le habían llamado la atención las circunstancias del pescador. Un viejo cuidadosamente vestido: camisa blanca de aire deportivo, pero de mangas largas de puños almidonados; pantalón tropical de color hueso; visera de re– jilla, clara; y zapatos de lona azules. Todo muy limpio y, a la vez, algo extraño. Los ojos casi quietos de sosegados, y sus mejillas del color de «una naranja valenciana bien madura.» A su lado, un cubo de plástico amarillo. Dentro, unos bocadillos y una botella de bebida no alcohólica. Entre el literato y el pescador se inicia el diálogo: -Y ¿los peces? El pescador se encoge de hombres: -Los devuelvo al mar. -Pero es de suponer que serían comestibles. -Desde luego, si a usted le gusta el pescado. -A usted ¿no le gustan? Ahora el pescador sacude suavemente la cabeza: -Pues no. Tampoco me gusta pescar. El escritor no se atreve a reir, y ofrece un cigarrillo. El viejo se contrae: -No fumo. -Si a usted no le gusta pescar y no come pescado, ¿cómo es que usted se pasa el día pescando? Suelo pasar por el puente con frecuencia y lo veo en este mismo sitio con su afición. 171
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