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instaladas, puesto que gozamos de la libertad que nos dan nuestros hogares llenos de servicios automáticos y del tiempo que nos queda para lucirnos y conservarnos rozagantes, embellecernos y tener un sempiterno buen humor. Aquí tengo, por ejemplo, mi querida lavadora. Ya lo creo que me gustaría que me quedaran tiempo y ocio para cuidarme y conservar un estupendo tipo exterior e interior, si no fuera por los ratos que tengo que emplear en los preliminares, manipula– ciones, supervisión y consecuencias de utilizar mi precioso equipo automático de lavar, secar y casi planchar. Lo que más echo de menos junto a mi máquina de lavar es mi máquina de pensar, mientras mi marido no me regale una com– putadora. Ahora ya la tiene; hay que leerse los folletos ex– plicativos y analizar con lupa de cartógrafo los esquemas y diagramas. Luego graduar y considerar temperatura de agua, calidad y material de los tejidos de las ropas, sus colores, la amplitud de los ciclos, las proporciones de las mezclas de jabones, detergentes y almidones, sitios estratégicos de la suciedad y demás cosas hasta incluir la atención a este cuadro tan ricamente provisto de manómetros. Uno de mis hijos, Frank, de siete años, que aspira a astronauta, me mira como a un Armstrong. Naturalmente que me gusta mi máquina de lavar, y me siento muy agradecida de no tener que poner a hervir calderos de agua y acarrearlos. Lo que sen– cillamente busco es ese tiempo extraordinario que mi marido y los «expertos» me echan en cara. Por lo demás, la colada de ahora es mucho mayor y más frecuente en cualquier familia. An– tiguamente las chaquetas y jerséis de invierno había que lim– piarlos en seco. Eso llevaba tiempo y nadie se extrañaba si las ropas de los escolares no estaban limpias del todo. Además, solían ser de colores oscuros. Hoy todo tiene colores alegres y llamativos. Por ahí se van mi tiempo y mi dinero. Estoy hasta la coronilla de oír hablar de lo que trabajaba mi abuela. Cierto que trabajaban entonces ásperamente; pero no hacían tanto. No faltaba alguna ayuda. Las contemporáneas de mi abuela lim– piaban la casa una o dos veces al año, porque no tenían las enceradoras y las aspiradoras automáticas que les recriminasen el desaseo y polvo de alfombras, suelos y cortinas de dacron. Su colada era ligera, pues la gente de entonces no se mudaba con demasiada frecuencia. Y sobre todo, quién más quién menos, tenían criada y hasta niñera. Mi abuela no tuvo que llevar los niños a la escuela, al dentista, al club de exploradores, al campo de deportes, a los ensayos del coro parroquial o al de «Viva la Vida,» ni recogerlos de sus fiestas sociales. Fundamentalmente ponía siempre lo mismo para comer, y no tenía un libro de 169
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