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iniciativa, la imaginación, el progreso y el goce de su espíritu práctico. Y si la máquina, de cualquier orden que sea, rebasa y confunde al hombre, me– jor. El ciclo hombre-máquina máquina-hombre no puede detenerse. En mis primeros años, mis padres me habían advertido cariñosamente que, según «los expertos,» los juegos de muñecas a los que tan aficionados son las niñas normales, eran señal segura de nuestra sublime maternidad. Yo jamás jugué con muñecas. Me resigné a mi anormalidad y llegué a la convicción de que mi destino no era la familia. Luego me casé, y tengo nueve hijos. Así se explica una señora americana, graduada universitaria, ferviente católica y devota de San Judas Tadeo, y corriente ama de casa, absorta en quehaceres domésticos e inmersa en la vida de sociedad y en el fárrago de obras comunitarias. Habla en nombre de muchas otras que se encuentran cogidas en sus servidumbres cotidianas ante las ironías benevolentes de sus maridos y los dictámenes de los «expertos.» Estas señoras saben que la ima– gen de la mujer americana para el resto del mundo viene a ser algo así como el ideal de una ama de casa moderna en esta civilización de la perfecta sociedad de consumo y que se encamina a pasos agigantados hacia la próxi– ma sociedad post-industrial. Pero parece que los «expertos» les están ofreciendo a estas damas norteamericanas el reverso de la medalla con perfiles no tan halagüeños y casi ultrajantes. Los «expertos» se lamentan y a la vez acusan de que las mu– jeres americanas se están volviendo tristes, malhumoradas, complejas, desconcertadas, neuróticas, infemeninas e indiferenciadas y próximas a las drogas, al menos de la nicotina y el alcohol, con las cuales injustas recriminaciones están contribuyendo a hacerlas más preocupadas y agresivas. Gallardamente las americanas reaccionan contra los «expertos,» pro– claman y exigen el reconocimiento de su femineidad hasta el tuétano, y reafirman que desde la más insignificante célula hasta la peluca más en– copetada, siguen siendo nada más ni nada menos que mujeres, tanto por su aspecto externo como por su espiritualidad íntima y religiosa. La referida ama da casa y madre de familia se encara con los dictámenes de los «expertos» y las ironías de su marido, mientras reflexio– na, sin interrumpir sus trajines, ante su blanca y cromada lavadora, digna de un sueño del ingeniero más progresista. Y monologa más o menos así: 168 No hacen más que pasarnos por las narices tanto los «expertos» como mi marido-quien cree en ellos a pies juntillas-, que las amas de casa, las mujeres americanas de tipo medio-y aquí somos todas tipo medio en cuanto que vivimos en una sociedad económicamente uniforme-nos debemos sentir beatíficamente

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