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que no merece el culto nacional porque no es del país; es la antiguamente conocida «Marigold africana,» aunque su origen es de la América sub– tropical, que adolece de ser apreciada por gentes de mal gusto. Más aún. Protesta que ese mal gusto se consagró por las intervenciones del senador Everest Dirksen, cuya verborrea hizo mucho en favor de la desafortunada florecilla. Los estados de Indiana, Illinois y Georgia han respaldado a la «Marigold» como flor nacional. «Lo cual prueba-dice el periodista-la in– dignidad de las legislaturas de esos estados, hablando horticulturalmente. Y vuelve a los inconvenientes de la tal flor. No tiene historia, no hay asocia– ciones nacidas con el propósito de recordarla, no se distingue por sufragan– cia-aunque a mí me parece que puede pasar-carece de belleza distintiva como flor y como follaje. Nadie ha sugerido una razón válida de por qué la «Marigold» ha de ocupar el primer puesto como flor de Norteamérica. «Posiblemente porque no es norteamericana, y si alguien piensa que esa flor es de gran belleza, está en un error.» Uno de los que la defienden fue el gobernador de Indiana, Otis Bowen, con estas palabras: Apoyo el proyecto «Marigolds para América,» y me incorporo a la campaña emprendida por la señora Chariotte para conquistar los buenos corazones en favor de nuestra flor nacional y se con– sidere esta declaración como un legado de la celebración del bicentenario a la posteridad. ¿Por cuál otra flor aboga el periodista? Por la «Dogwood.» Antes que nada, es americana, es arbusto de extraordinaria belleza en sus flores, por la estructura de sus ramas y por la coloración otoñal de sus hojas y frutos. A diferencia de la «Marigold,» que es una burbuja amarilla («blob of yellow»), la «Dogwood» es elegante, vigorosa y hasta saludable. En la vastedad yanqui de gentes y nacionalidades, de políticas y de magnetismos rituales, de descubrimientos áridos en el espacio y de tanto vicioso esplendor en corazones y alcobas, es confortante oír a senadores, periodistas y damas llenas de buena voluntad hundirse en las controversias sobre árboles, banderas y florecillas. En los sueños americanos entran asímismo las flores y los problemas sobre ellas, que pueden alcanzar nivel nacional y representativo. El duro yanqui se caracteriza por su delicadeza ante los niños, los árboles y los animales. Todo ello es fruto de algo que muchos no se atreven a reconocerles: sensiblidad. A ésta se deben también los sentimientos de desvalidez que periodicamente experimenta la nación, «la más poderosa del mundo.» Llegan momentos en que Estados Unidos se siente abandonado, incomprendido, solo, desvalido. Esa sensibilidad contribuyó a precipitar el caso Vietnam como una reacción última de orgullo nacional por un lado, y, de otro, por especie de pudor apesadumbrado y humilde. 166
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