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La proximidad inmediata de un poco de «Luna térrea» superaba todas las líricas de la Historia. Sin embargo, recientemente, pensando en esos trozos lunares entre dedos humanos, como Hamlet ante la calavera de Yorick, alguien escribió: «Ya tenemos la luna entre las manos. Ya es sólo tierra. Tierra como la de mi tierra. ¡Qué lástima! Entre ellos-los objetos cercanos-y nosotros ya no hay sitio para la poesía.» (Camón Aznar) ¿Por qué ha de ser lástima? Todo lo contrario: es espléndido, es sencillamente verdad, realidad. La Luna es ya aleccionadora y magistral, a la medida del hombre, de este hombre celeste y terreno, tal como es en su condición de criatura, sólo superable por su propia esperanza y por la realidad eterna. Ni creemos ni vemos que la poesía haya muerto por tal acontecimiento. En todo caso, la Gracia de la Luna persiste y se multiplica; y con ella, la ciencia, la sabiduría y su misterio, que se ha hecho táctil. ¿Acaso el amor, por ser abrazo, y la rosa de debajo de nuestra ventana, han dejado de ser menos amor y menos rosa? La saga de la luna, sus serenatas, sus locas fases y sus incisiones luminosas en los bosques y en las playas, son tan persitentes como Adán y Eva. Para ellos, la Luna por ordenamiento divino, fue insti– tuida «luminaria para presidir la noche;» y Dios «vió ser bueno» que ella se crease sobre los paisajes y los nocturnos recién estrenados. (Gen. 1: 16 y 18) Todo esto es a la vez religión y poesía, gracia y belleza, que simplicisimamente recoge San Francisco de Asís, en su Cántico del Her– mano Sol: Loado seas, mi Señor, por la hermana Luna y las estrellas; en el cielo las has formado claras y preciosas y bellas! Y gracias, hermanos yanquis y hermanos rusos, soñadores, lunáticos y selenícolas «a vuestra manera.» MARTE Y VENUS A LA VISTA Cuando los antiguos contemplaban el planeta Marte más brillante y ro– jizo que de costumbre, lo consideraban como señal y presagio de guerra. Pero ahora el bélico planeta Marte ha sido visto admirablemente de cerca, resplandeciendo en verdad, pero sin el tradicional color rojo. Quizá la cien– cia ha conjurado el maleficio, que tanto temen en nuestro tiempo. En cuan– to a Venus, como diosa de tantos atractivos, entre velos y desvelos, seguía enigmática para lentes y tacto. Lo cierto es que unas máquinas hechas por manos de hombres envían fotografías desde una distancia de millones de millas. Esos ingenios, manos, ojos y matemáticas del hombre, han experimentado el tacto de los espacios vírgenes y han echado miradas escrutadoras sobre realidades físicas de una parte del universo apenas soñadas por la ficción. Parece que hasta ahora sus 162
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