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humana en estos descubrimientos colosales de ahora. Uno de los astronautas del Apolo IX recitó en el espacio, mientras orbitaba la luna, las palabras del Génesis: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra.» En el peligro del Apolo XIII, además de sus mujeres y sus hijos, millones decora– zones, de muy diversas maneras, todas fervientes, hemos adorado al Creador y pedido por sus criaturas en riesgo, los astronautas, corno lo ha hecho en toda ocasión, en nombre de todos, la Santidad de Pablo VI. Junto a esta actitud humano-religiosa, se producen otras actitudes como la tremulante agnóstica o la aséptica y nihilista del «cielo negro» y sobre todo la propiamente humanística, espiritual, artística y literaria, llena de candor. Bien la expresó el astronauta Michael Collins desde su Apolo XI: Prefiero la gente a la maquinaria. Pero hay ocasiones en que los objetos fríos e inanimados merecen nuestro afecto, con– sideración y estima, reservadas corrientemente a la carne y a la sangre. El 24 de julio fue una de esas ocasiones; y el «Columbia» una de esas máquinas. Nos había llevado a través de un vacío obscuro y hostil hasta un planeta extraño. Después nos trajo de vuelta, depositándonos serenamente, casi afectuosamente, en las más azules de las azules aguas. Me pareció que no era justo abandonar su descascarillado caparazón sin ceremonia alguna, tirado y olvidado, sin tratar de distinguirlo y ponerlo aparte. Aquella noche volví a trepar a bordo y, bolígrafo en mano, per– manecí de pie ante la cámara de navegación, contemplando la vacía cavidad gris. No encontré palabras lo bastante elocuentes para describir mis emociones. Pero escribí estas: «Nave espacial 107, alias Apolo 11, alias 'Columbia.' El mejor navío que se botó al espacio. ¡ Dios lo bendiga!>, A su modo, a! modo de la canción «America, the Beautiful,» e! himno místico de Estados Unidos de Norteamérica, sus astronautas santifican a «América la bella)) no sólo sobre «las doradas ondas de !as mieses, de las montañas purpúreas y los campos fructíferos,» sino también, como dice el primer verso de amplitud no sospechada cuando los compuso Katherine L. Bates, «sobre los cielos espaciosos.» En uno de sus pugnaces artículos, la sensitiva periodista Pilar Narvión comentaba la «petulancia» yanqui de implicar a Dios en sus gestas, de modo parecido al que los galos se apropiaban la gestión divina en sus aconteceres históricos. Al fin y al cabo, los españoles hacemos constar la in– tervención divina, como cualquier fiel fervoroso y consecuente en la regiduría de sus reyes y jefes «Por la Gracia de Dios.» No es de extrafíar que los norteamericanos graben hasta en sus monedas su «confianza» omnímoda en Dios. «In God we trust» (Nosotros confiamos en Dios). No tienen por qué eludir la ayuda de Dios en sus empresas exitosas. El hombre ha alcanzado «la magnífica desolación de la Luna,» y, por 160

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