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que, para cnst1anos y aún para la historia del hombre, el hecho más trascendental ha sido no la ida del hombre a la Luna, sino la venida de Cristo, Dios-Hombre, a nuestra tierra, y su incorporación al universo visi– ble. «Oh, Señor, no es ahí, en el firmamento, donde ahora Te necesitamos y necesito a mi hermano. Es aquí, en esta Tierra de risas y de lágrimas.» Así arguía el novelista inglés Mauricio Baring. Era una exclamación de pena, a lo Libro de Job, ante la muerte de su hermano. Respecto a la Luna surgieron peticiones y nostalgias. Se fundaron in– cluso sociedades de poetas y de enamorados que protestan de que se toque a la Luna. Y, por otro lado, ya pasan de cuarenta mil las personas que tienen solicitado de diversas compañías turísticas pasaje de ida y vuelta al satélite de la Tierra. La lírica de la Luna es imbatible, como los «claros de luna» de Beethoven y de Debussy y las ternuras norteamericanas de San Valentín. «La Luna es la piedra Rosetta de los planetas.>> En su faz-cara, superficie y hondura- lleva escrita su propia historia, los indicios para nosotros de los cuerpos celestes más cercanos. Y, lo que es más importante, esa Luna encierra la anécdota de nuestra Tierra y los ensueños y enamoramientos de hombres y mujeres. Geológicamente «el presente y el pasado de la Luna se presentan como un todo simultáneo de billones de años, que han dejado su impronta en su superficie con claridad tentadora.» Sobran las razones. Dejemos de acumular justificaciones para ir a la Luna. El certero pulsador del hombre actual, Raymond Cartier, nos va a dar la más limpia: Todas las razones utilitarias que puedan aducirse son burdas. El hombre es como el aire: tiene la propiedad de llenar la totalidad del espacio que se le concede. Ha navegado los mares, ha alcan– zado los polos de la Tierra y ha trepado al Himalaya, porque los mares, los polos y el Himalaya están ahí. La Luna está ahí. Esa es la justificación total y absoluta de cuanto se ha hecho y hará por conquistarla. DIOS INAUGURO LA LUNA Anteriores descubridores de fragmentos del planeta: continentes, islas, mares o polos, culminaban su obra con gesto inaugural frecuentemente religioso: rodilla en tierra, un estandarte, la cruz, un altar, un himno a la gloria de Dios, una acción de gracias. La verdad es que en las actuales exploraciones espaciales no se han hecho muy de ver las manifestaciones oficiales de piedad religiosa, y desde luego no se han divulgado demasiado las breves insinuaciones personales de intimidad espiritual. Muchos consideran esta glaciedad laica como una prueba más del proceso de secularización que obra dentro de nuestro mun– do civilizado. No echemos de menos del todo la piedad también muy 159
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