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unicación social no sólo por la tierra sino también en otros planetas y astros; para encontrar nuevas fuentes de riqueza, de trabajo y de aventura; para ampliar el mundo de la humanidad con nuevos campos de población y descongestión futura de nuestra planeta; para, sencillamente, explorar, ver, curiosear, investigar y evadirse de lo que hasta ahora llamábamos nuestro mundo; y para entrar en contacto, si ello es possible, con otros seres in– teresantes, acaso otras humanidades desconocidas, y por otras mil causas y finalidades. En todo ello hay un orden majestuoso, una plenitud progresiva de la acción de la Divina Providencia. Es la marcha espléndida de la historia del hombre con sus glorias y sus servidumbres. Eso, colectivamente. Personalmente cada uno de nosotros, aunque no hagamos la pregunta con sobresaltado criticismo, sabemos en el fondo que algo importante y bueno está a punto de ocurrir. Porque, como cristianos, tenemos la persuasión de que lo mejor espera a la vuelta de cada peripecia humana, incluída la de los pomposamente llamados astronautas. HUMANIDADES Y JUSTIFICAC/ON DE LA LUNA Dios ha concedido a los caricaturistas el triple don de ser breves, significativos y amenos. Gozan, además, de cierta franquicia convencional para aliviar el humor de los ciudadanos. Uno de ellos, Mingote, admirado en Estados Unidos, a propósito de la llegada de los hombres a la luna sin en– contrar en ella seres vivos, resumía así las impresiones de dos campesinos a la salida de la misa: «¡Mira que si estuviésemos solos, no sólo en el sistema solar, sino en todo el universo y tuviera razón el párroco!» Probablemente el párroco, en su homilía dominical, se habría mostrado algo escéptico sobre la posibilidad de hallar vivientes humanos en otros planetas. Seguro que no todos los párrocos comparten ese criterio de su colega, tal como se lo atribuye el caricaturista. Humanísticamente el hombre es la medida de todo, el centro del mundo, «poco menor del ángel,» y referencia de toda la creación visible e invisible. Lo cierto es que, hasta ahora, esos supuestos habitantes, de la nuestra o de otra especie, no han aparecido, como igualmente es cierto que los hombres, los astronautas, sus lanzadores y controladores desde centros técnicos de la Tierra, han dejado ya esplendores y humildades de nuestra humanidad en la Luna. Por normalmente que sucedan las maravillas, no dejan de serlo. Pen– saba San Agustín que, si no ocurriera todos los días, el mayor milagro sería que el Sol salga cada mañana. Este hecho del arribo del hombre a la Luna es tan tremendo acontecimiento que son incalculables, y ya previsibles, sus consecuencias para nuestra vida humana, así como también para otras vidas posibles en otros parajes del espacio. Quizá lo más sorprendente de estas hazañas, de las que estamos siendo testigos, es la sobriedad técnica, silen– ciosa, fría y laica con que se están llevando a cabo. La precisión matemática 157

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