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presa colectiva? La exacta ponderación de la democracia necesita dos puntos de vista. Uno de ellos parte del lado de la prudencia y de la sabiduría. El otro está en la vertiente de la poesía y de la imaginación. La confluencia armoniosa y vivaz de ambos modos de aceptar al hombre y sus peripecias es substan– cial a la identificación de la democracia americana: es su humanismo nuevo. En el primer aspecto de prudencia y sabiduría necesitamos el sentido de la historia. Sólo teniendo en cuenta los límites que se nos ha dado podremos poseer la sabiduría para no confundir los caprichos pasajeros con los grandes movimientos, sin identificar el fanatismo de unos pocos con las sólidas creencias de muchos, ni atribuyendo a la moda el peso de una revolución. En lo tocante a la otra ala del humanismo político yanqui propio de su democracia, o sea poesía e imaginación, hay que acostumbrarse a la idea de que tal democracia es no sólo carismática-don de cada uno en orden a todos-, sino metafísica, en el sentido americano de la palabra: el arte de sutilizar en algo hasta convertirlo en trascendente y lírico. Si se habla de la «erótica de lo político,)> tanto o más adecuadamente se puede discurrir sobre las fruiciones de la democracia yanqui, que no son siempre platónicas. La práctica y el culto de la democracia en los Estados Unidos son tan naturales y obvios que apenas pueden enmarcarse en cuadros políticos. De ahí procede la tendencia de no pocos escritores a asimilarla y hasta identificarla con la religión y a alternarlas recíprocamente. Su democracia es virtud, propiedad y carácter de su ser, de tal suerte que sus Republicanos tienen que ser demócratas como los Demócratas, y éstos tan republicanos como los primeros. Que por algo son la UNION. Norteamérica vive su política como un hábito agradable y divertido. Sus hi– jos yanquis la viven como absortos. Cuando se entusiasman demasiado, eligen una de sus ciudades más bellas y placenteras para reunirse aparatosamente en sus convenciones políticas nacionales, gigantescas verbenas, kermeses, final deportivo lúdico y floklórico, para nominar, designar los dos campeones candidatos entre músicas federales y estatales, pancartas, globos de plástico, discursos de oropel, aclamaciones de los oradores, frustrados o no, y la bendición del cielo que pronuncia el ministro de turno. Hay en todo ello algo de «apolíneo,» de juego sosegante y mesura, y no falta lo «dionisíaco,» rebasando ambos la aridez y la agresividad políticas, y remansando en contienda plácida en la elección del Presidente en el martes después del primer lunes de noviembre. De vez en cuando ocurre un magnicidio. Es de suponer que hay im– pulsos políticos o razones de Estado. Pero son más bien fenómenos de saturación y clímax de los pecados capitales de dimensiones yanquis, que se extinguen en el curso de las investigaciones, en los laberintos de la in– vestigación y el vaivén soso de lo normal. Los ruiseñores Perry Como y An- 153

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