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en Miami, contagiando a los más puros yanquis, la gente preguantaba: «¿Qué te ha parecido el discurso de Nixon?» Se referían al discurso de su toma de posesión como presidente. Se podrían escoger respuestas de todos los matices. Pero he aquí un aspecto no suficientemente resaltado. En la escalinata del Capitolio de Washington Nixon cerró su discurso inaugural proclamando su «confianza en la voluntad de Dios y en las aspiraciones del hombre.» He aquí una hermosa postura para un jefe de gobierno. A lo largo de su mensaje había vertido ideas indiscutibles, que quizá alguien tacharía de inoperantes, por eso mismo que son «ideas.» Y tanto más inactivas, cuanto más bellas. Pero las ideas son siempre eficientes. Tienen su ley de gravedad y caen sobre la conciencia humana como bloques constructivos. El Evangelio expresa esto mucho mejor llamando a la idea del Reino de Dios «fermento que levanta toda la masa.» Revivamos esas ideas que saltaron a la calle, aromada de periódicos re– cientes: «La exploración de los espacios nos debe impulsar a caminar unidos hacia nuevos mundos.» «Después de un período de enfrentamiento, estamos entrando en una era de negociación.» «Nada podemos aprender unos de otros mientras no dejemos de disparar unos contra otros.» «Hemos compartido la gloria de la primera contemplación de la tierra por parte del hombre tal como Dios la ve: como una esfera singular que refleja la luz en la oscuridad.» «En la víspera de la Navidad los astronautas del Apolo nos hablaron de la hermosura de la tierra y desde distancias lunares los oímos invocar la bendición de Dios.» «El destino del hombre en la tierra es in– divisible.» «Nuestro destino nos brinda, no la copa de la desesperación, sino el cáliz de la oportunidad.» Nixon citó al poeta Archibald Mac Leish: «Ver la tierra como es en realidad; pequeña, azulada y hermosa en el eterno silencio donde flota, es vernos a nosotros mismos como viajeros reunidos en la tierra, como her– manos: hermanos que se dan cuenta de que son de verdad hermanos.» Y termina con esta frase, quizá inesperada en Nixon: «Podemos construir una gran catedral del espíritu.» A pesar de estas frases optimistas, llenas de legítima esperanza, o quizá por esto mismo, Nixon había mencionado solemnemente la «crisis del espíritu.>> Era también la crisis del «sueño.» No se trata sólo de una crisis religiosa, puesto que espíritu significa primordialmente el alma humana in– mortal y su destino eterno. Y significa además el conjunto existencialista de nuestras relaciones, íntimas y públicas, con Dios y con el prójimo. El respecto, el cultivo y el amor del sagrado misterio de la persona están en crisis. Pero es trata ahora de otros valores del espíritu, como la educación, la cultura-la instrucción no basta-, el buen gusto, los cánones y las nor– mas y criterios de la ciudadanía: del decoro y adorno de nuestras condi– ciones interiores y exteriores, de ciertas dosis de idealismo y ensueño con la disciplina activa y con aspiración a la humildad, a la renuncia y a la gloria. Todo esto es «espíritu,» y está en crisis. «Para una crisis del espíritu, 148

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