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Eres barro cocido que adoran los ateos, y la luz, carne silente del arte en los museos. Me agrada ver tu rosto de neón y pasquines en medrosos suburbios, en fábricas y cines, en vitrinas lujosas donde anuncian colectas y en las almas monjiles, ascéticas, perfectas Sabes mirar y amar con ojos de mortales, y nos predicas tactos rudos, espirituales. ¡Házteme en mí del todo para adorarte y verte en Dios, que en mí respira más allá de la muerte! Al mismo tiempo, como suplemento y contraste, acontece en las décadas sesenta y setenta el despligue de inf{enios y artefactos espaciales, te– rror y maravilla de paces y guerras futuras o, más delicadamente dicho, de humanidades venideras de genes enamorados y almas de los círculos de Dante. Se envían a los caminos y cruceros de planetas y galaxias las lineas y las formas del hombre y de la mujer de la tierra, para incrustar la noticia -nueva- del género humano en las posibles mentes y afectos corporales y espirituados de seres vivientes. Portadores de estas fantasías y aventuras, programados como relojes y vehículos sólidos para olvidar tiempo y espacio, avanzan los satélites como el Pionero XI, primera criatura mecánica del hombre que, en el pasado junio, se nos fue a estrenar sin fin y compulsar más claves y secretos, renovados lirismos, fes y experiencias, existencias y presencias más allá de la órbita solar y en el sitio donde el universo pudiera ser metafísica y mística, sin dejar de ser tierras. Nadie ig– nora el papel predominante que desempeñan los yanquis, y cómo naturalmente les viene afectando en su definición y vivencias. Todo esto yanqui merecerla un ensayo, una obra crítica, un reportaje, siquiera una novela, unos recuerdos y vaticinios, un apólogo, una mitología, una epopeya: en todo caso, un poema. Pero se me ha quedado en una cierta sorpresa cautivante que impulsa una bendición; algo parecido a lo que Chesterton confesaba que eran las «Florecillas» y sesgos de la vida de San Francisco de Asís: que había que ver que no eran un «drama, sino algo así como unos amores». En este caso, unas ideas puras de un turista, «tardío descubridor de Estados Unidos». Notas, estampas cristianas que se alegrarían de ser «ecos y vislumbres» de un espíritu abrumador de amaneceres y de ocasos, casi una frivolidad. De cualquier manera, esto es cierto. La primera vez que vine a los Estados Unidos, 1962, como periodista y Profesor de la Escuela de Periodismo de Madrid, surgió en mí esta simplista y espontánea convicción: 13

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