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crece, a pesar de los contrastes y ordinariamente duras experiencias del emigrante y hasta del turista. Lo que ocurre es que hay una imagen yanqui paradójica también, a la vez repelente y fascinante, si bien provisional. De ordinario el que llega a Estados Unidos, emigrado de cualquier punto del globo, ya lleva consigo esa imagen, por sentirse liberado de algo propio, que se le aleja, y por dar con algo soñado. Tal imagen, al fundirse y actualizarse por la fuerza casi violenta de incorporación que el mundo yanqui ejerce, se dispara hacia el americanismo que profesan muchos de los recién na– cionalizados o simplemente residentes de los Estados Unidos. El llamado «sueño americano» ha hecho presa en ellos. Dejemos que nos lo describa, no sin humor, el mismo Steinbeck: También en el caso de los norteamericanos el sueño amplio y general tiene un nombre. Se llama «el modo de vida americano.» Nadie puede definirlo, ni señalar a una persona o a un grupo que vivan de acuerdo con él. Y, sin embargo, es muy real, quizá más real que el igualmente remoto sueño que los rusos denominan comunismo. Estos sueños revelan nuestra vaga tendencia hacia lo que deseamos ser y hacia lo que esperamos llegar a ser, es decir: hombres sabios, justos, nobles, fraternales. El hecho, en sí mismo, de que tengamos este sueño quizá sea indicio de que puede convertirse en realidad. De tales sueños, paradojas y sentido práctico yanqui resultan los cono– cidos grandes dilemas americanos. Estos son importantes, no tanto por ser políticos y sociales, como porque son, a la vez, espirituales, morales y religiosos, lacerantes en conciencia. Especifiquemos algunos. El primer dilema se plantea entre su libertad, de la que tanto viven los americanos y tanto alardean de difundir, de un lado, y por otro, los enfren– tamientos con la dignidad y el albedrío de individuos y de grupos, incluidos los de su propio país. Se estremecen sobre Estados Unidos, con un ex– tremismo inhumano, el esplendor de su justicia y la violencia de su in– justicia. De ello resulta una alta tensión permanente que sobresalta el bienestar y la paz del espíritu. En segundo lugar se están interfiriendo dos tendencias terribles y decepcionantes. Una de ellas es la duda sobre la hegemonía «providencial,» ya comprobada efímera, para poner en práctica doquiera su vocación, su destino de «nuevas fronteras» por el bienestar más alto posible para el mayor número posible, en el interior y en el exterior, según sus saludables economía y democracia. La otra tendencia es el resurgimiento, pro– bablemente pasajero, de cierto aislacionismo, resentido y confortable, víc– tima y juez a la vez, ante la «ingratitud» de sus aliados y beneficiarios. No es para desdeñar el grado en que afectan a la conciencia americana sus actitudes cristianas evangelizantes, a veces de «cruzada,» sus dogmas romano-católicos y algunos tradicionalistas rabínicos, y otros ministros que 144
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