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mnos,» cuyos alimentos van contenidos en un juguete 'realístico' que representa nuestro coche restaurant. En él, en ese juguete 'coche-restaurant' va lo que el niño quiera: desayuno, almuerzo y siempre una ración propia de 'junior appetites' con unos precios también 'junior-sized' .» Y con lealtad que sólo se da en esta país, termina: «En todo caso, tenga o no apetito el jovenzuelo, el 'menú-juguete' está a su disposición.» El paisaje exterior, soberbio. Industrias y más industrias, coches de todos los colores y tamaños ... y, por fin, vi vacas; en un trayecto de más de trescientos kilómetros entre Washington y Nueva York, aunque vi alguna granja, no había visto vacas. Fue entre Filadelfia y Trenton. Ya casi había llegado a sospechar que las autoras-fábricas-de alimentación básica en Estados Unidos, que es la leche, no existían; y que la leche era algo perfecto que este país había logrado acumular en algunas especiales cataratas Niágara. Pero ahora, allí pastaban las vacas, pacíficas y maternales, como en todos los países del mundo. Repaso impresiones de las nobles calles de Washington, como caminos simples y cosmopolitas, bordeados tecnicamente de casas en cuyos ángulos, porches y tejados quedan vestigios de Grecia, de Roma, de la madre In– glaterra, de la Colonia y de la Ilustración. Todos los noviembres, hasta 1978 al menos, al Cementerio de Arlington, clásico y campesino, como los buenos camposantos de aldea, se llega el clan católico atrida de los Ken– nedy: Rosa, la matriarca, Edward, el senador, con su esposa Joan y los hi– jos de ambos, más los de los hermanos John y Robert, patricios, y Jac– queline, quien para su espíritu y la historia permanece Kennedy, a rezar un Padre Nuestro por el hermano John. Llegábamos a Nueva York. El inconfundible calor humano y humanístico de esta ciudad me invadió de nuevo por su apertura a todas las catolicidades. El cielo está dorado con el reflejo del Broadway. A veces, según recuerda un dibujo alterado de la revista semanal El Visitante del Domingo, la estatua de la Libertad deja la antorcha y extiende hacia abajo sus manos gigantescas para sostener en sus palmas dos muchachos menesterosos que se llaman Pobreza y Delincuencia. Y sobreimpreso puede verse a San Vicente de Paul que suplica también: «¡Dadme vuestros pobres!» San Francisco de Asís lo hubiera pasado en grande en Nueva York. 142

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