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jer o un hombre puede estudiar, desde enfermeras y jardineras hasta psi– coanalistas y especialistas nucleares, aunque especialmente lo más femenino y religioso. Pero ellas saben muy bien darle un aire varonil a todo. He de confesar que el aire de la mayoría de estas monjas me impone y casi me aco– quina. En esta impresión me acompañan, según me han confesado, otros religiosos de aquí. Las podemos dividir en tres grupos: las hay místicas, dulces, una pura plegaria y un amor claro y feliz hacia el Señor y hacia el prójimo. Son el prototipo de la monja santa, inocente, pero con esa inocen– cia que sólo puede encontrarse como rostro en la raza anglosajona, cuando se pone-las veces que se pone-a crear tipos místicos y perfectos. Sus rostros suelen servir para los anuncios de vocaciones en la prensa. No sé hasta qué punto esto es exacto, pues la realidad es que ese tipo no es demasiado frecuente. El otro tipo es bastante más visto, y yo diría que hasta más normal, dada la vida de renuncia y de consagración obediencia! de la monja. Son rostros impasibles, vivaces y enérgicos, de gran capacidad de trabajo y con dotes para el mando. Un suave toque de espiritualidad logra feminizar esas presencias, que, sin duda, cuando tengan mando en el convento, o donde sea, y recuerden a alguien lo establecido por la Regla o las Constituciones, dirán, como se lee en los autobuses: «Esta es la ley.» El tercer tipo es propiamente el que más causa esa impresión de exac– titud, de energía militar o del Ejército de Salvación, de puritanismo y de decisión inapelable, no exenta de cierta admiración por el denuedo con que esas mujeres cumplen su deber, esas monjas que el cine ha prodigado, cuan– do trata de oponerlo a la monja dulce, mística, sencilla y santa. Son las madres prioras, las madres prefectas, las madres maestras de novicias, las directoras de hospitales, las rectoras de prisiones, de la circulación o de lo que se les encargue. Además todas ellas con títulos universitarios y algunas con trofeos de campeonas en algo. Los hombres ante ellas, sean simples sacerdotes o religiosos, banqueros, viciosos, enfermos, comandantes o prelados de la Iglesia, saben muy bien que, en el momento que se ha entrado en el campo de la función de esas monjas «principales,» todo hombre se convierte en un bebé de preventorio infantil. Ellos lo aceptan con una frágil sonrisa de resignación provechosa, y ellas lo ejercen con la más inflexible bondad. Esas numerosas congregaciones, con su aplomo, su conpetencia, su aire de resolución, son una salida para la mujer americana y una elevación a la vez. En general, han tomado la delantera a todas las iniciativas del mun– do. Esa misma actitud tienen las congregaciones de hombres; pero en ellos llama menos la atención. Por esta razón comentaban ciertos religiosos que lo que el Opus Dei, con un acierto providencial, va haciendo en Europa, lo hacen aquí todos los religiosos y sacerdotes: van incorpor:mdo todo lo seglar a su misión 140
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