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RELIGIOSAS UNIVERSITARIAS Mientras los «memoriales» de Abraham Lincoln y de Thomas Jeffer– son guardan en sus bronces y mármoles el derecho y la equidad de la nación, los grupos de peregrinos se van desflecando por las escalinates de los san– tuarios cívicos para esparcirse por las avenidas y barrios de la capital del Distrito Columbia. No recuerdan ya, sino que lo viven, que su ciudad fue proyectada como «la ciudad de las proporciones magníficas,>> y sobre la cual Dickens, en 1840, ironizó llamándola «la ciudad de las intenciones magníficas.>> Ilusiones y sonrisas han sido superadas. El Cementerio Na– cional de Arlington, la Biblioteca del Congreso, la Institución Smithsoniana y el Pentágono, pura geometría, resumirían cuatro poderes de la prevalen– cia yanqui: el valor, la ciencia, las letras y las armas. Una cierta religiosidad y poesía laicas se perciben fluir de la urbe Washington y que sugieren ese binomio «religión-democracia» o «democracia-religión» que se expone a veces como cuerpo y espíritu de la nación, y que constituye el hecho in– soslayable del Cristo Yanqui. Uno de sus grandes exponentes sigue siendo Martín Luther King con su «sueño». En todo caso, el vigor cristiano católico puebla de sus brotes el paisaje, la sabiduría y la piedad de la Universidad Católica de América, cabeza de los estudios de la Iglesia Católica en los Estados Unidos. Son de ver en este centro superior docente la cantidad y diversidad de religiosas de todos los institutos, congregaciones y ordenes religiosas, incluidas las de clausura, que se contemplan, y dejan una impresión estimulante de consagración a educar, enseñar y regir. Aunque sacerdotes y religiosos van uniformados de clergyman, ellas mayoritariamente llevan sus hábitos, lo mismo que aparecen en las películas. Hábito los más variados, y muy poco o nada modernizados con respecto a Europa. Parecen predominar unas tocas muy altas, con una especie de diadema y casi tiara que les da un aire imponente. Hay algunas protestantes. Las congregaciones religiosas de mujeres pululan por todas las diócesis americanas. Los prelados dan muchísima importancia a la mujer religiosa y le han concedido funciones de actividad, de educación, de ciencia y de ser– vicios, que a la mujer americana especialmente le encantan. Así se las ve a ellas de satisfechas y de aplomadas. Hablo singularmente de los miles de religiosas que he visto en el campus de la Universidad Católica en torno a aquellos pabellones y colegios mayores, al lado del magnífico Santuario de la Inmaculada y por los jardines, más bien, praderas de yerba exquisita. En uno de esos pabellones, en el de Música, se daba un concierto de Hohener. En la orquesta y entre los ejecutantes, cuatro monjas de distintas vestimen– tas tocaban el violín; otra, el violoncelo; y unas cuantas, en el grupo de señoritas, cantaban. La cúpula del Capitolio contemplaba aquello con ab– soluta normalidad y orgullosa de sus hijas religiosas. La liberación femenina se hace aquí intelectual, mística y operativa. Porque tiene de qué enorgullecerse. Aquí estudian todo lo que una mu- 139
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