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La ciudad no tiene suburbios, en el sentido de depresión urbanística que le damos en Europa. Naturalmente hay pobres, y barrios pobres. Por círculos concéntricos, podemos dividir la ciudad en tres porciones. Un círculo exterior, residencial, de mansiones, parques, villas, jardines y apartamentos de tipo medio. Luego, atravesando este cerco de vegetación y chalets que tienen el recogimiento de las ermitas perdidas en los bosques, se entra en otro círculo más denso, de casas alineadas a lo largo de las calles, con uno o dos pisos, para una o dos familias. Todas ellas tienen la misma apariencia. Desde la acera parte un pequeño jardín de césped con algunas plantas y flores. Por una escalera, breve, se llega al porche. Sus columnas sostienen una marquesina bajo la cual la gente toma el fresco, el sol o nada. Colores rojizos, azules o verdes en las paredes, blancos en las columnas y ventanas, y con frecuencia alguna planta trepadora por la fachada misma. Esta zona está casi del todo habitada por negros. Son el sesenta por ciento de la población. En las escuelas públicas del centro por cada cien niños o niñas que asisten, ochenta son de raza negra. Los blancos solían ir a colegios o escuelas situados en las afueras, en sus barrios residenciales, hasta la llegada de la operación «autobús,» cuyo fin era trasvasar la in– tegración. La afluencia de negros da un carácter particular a esta ciudad. Autobuses, sitios de trabajo, sobre todo manual, vestíbulos de hoteles y oficinas, gran parte de las calles, son sitios donde los negros predominan con gran proporción. Ciertamente si, como me dicen, Washington tuviera voto-no lo tiene por ser capital federal y además precisamente para evitarlo-sus administradores únicos serían seguramente negros. Esta cuestión es importante en Norteamérica, no sólo juridica y moralmente, sino también diríase cuestión de panorama y de interpretación de la vida. Los barrios donde abundan, que son los más, ofrecen un ambiente del todo pintoresco. Vivos colores en los sucintos trajes de negritos y negritas. Tanto en estos, como en los adolescentes, predominan los colores amarillo, rojo, azul; todo muy intenso que, junto a su tez, en general audazmente negra, logra dar el efecto de un museo vivo y vibrante, pintado alucinadamente por Zuloaga o Solana. Al anochecer, los rostros, brazos y piernas apenas se ven; y los vestidos parecen flotar, como una verbena fantástica con sus farolillos. En las puertas de sus casas, en los céspedes, junto a las tiendas de helados y dulces, los nifios negros juegan, ríen, saltan, luchan; son encan– tadores. En sus formas quedan las siluetas de remotas razas antiguas. Junto a infinitos e infinitas Joe Louis, Mohamed Ali o Areta Franklin, que sugieren redondeces, están los y las Lumumba y Frazier y las Supremas, algo esquinados y prominentes. Los muchachos y las muchachas negros suelan ser esbeltos y se explica uno el que hayan impuesto a Norteamérica su ritmo y su gimnasia. Cuando entre esa multitud de nifios y nifias de esta raza, pasa un nifio blanco o una nifia blanca, todo se convierte en un milagro. Se acuerda uno de que aún queda la raza blanca y que evidentemente las diferencias existen, sin que haya derecho definitivo a 133

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