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de la noticia impregna a esta capital acaso como a ninguna otra. Las noticias que en su nombre se divulgan por todo el mundo aquí se viven como el aire que se respira, en silencio y profundidad. Aquí se sienten la concepción y el trascurso de lo noticiado hasta sus consecuencias. Según algunos detractores de la prensa, escrita, radiada o televisada, que naturalmente pertenece a los medios de comunicación social, afirman que el periodismo norteamericano carece de sistema doctrinal y de criterios y que, si alguna idea tiene preconcebida sobre su tarea, es la de desorientar. Por lo menos, ese es el resultado. Otros derivan tal efecto del afán profesional de agotar los hechos y de extraer su sentido. De cualquier forma, el periodismo, a fuerza de pretender ser totalmente civilizado, apenas permite el sosiego de la reflexión cultural o de cualquier otra categoría. Los medios de comunicación social al desear ser asépticos, se quedan amorales, y así paran en sembradores de inmoralidad, hastío, pesimismo y escándalo en tiempos en los que apenas hay ya facultad para sentirlo. Profesionales de la justica, del orden, del arte, del espíritu y de la religiosidad votiva, van derivando hacia un secularismo, en tantos aspectos legítimo, pero que, a fin de cuentas, insensibiliza a periodistas, abogados y sacerdotes. Pero otra vez, ahí se eleva el obelisco washingtoniano, que apunta al núcelo invisible de la resolución norteamericana; núcleo moralizante y pro– vinciano. Algunos sabios y ocultos poderes rigen esta provincia considerada Occidente. Sus representantes, algunos presidentes y, de modo particular, los senadores exhiben un talante rural saludable, tocado de autosuficiente abogacía y ejecutividad, que para sí quisieran los curules de la vieja Roma en el actual Museo Vaticano. Esos poderes de Casa Blanca y Capitolio tienen sus concesiones a la rutina de la burocracia y la alta sociedad en galerías artísticas, discotecas sofisticadas, saraos diplomáticos y en los cora– zones palpitantes de oficinas y vestíbulos de la administración. Echemos, pues, por la vereda de lo sencillo. Otra vez el tardío visitador de lo yanqui respira lo inmediato. GENTES Una de las mayors delicias, cuando se llega a una ciudad desconocida, es tomar su plano y por él y por unos cuantos puntos de referencia, que suelen ser los remates de los grandes edificios y las plazas, echarse a andar a la ventura. A veces uno se pierde. Pero también esa sensación de desorien– tación momentánea gusta. La razón es porque entonces se experimenta una sensación total de soledad y hay una confianza ciega, absoluta en otros mil poderes que velan sobre uno. Por lo demás, luego sobrevienen el reencuen– tro y el descubrimiento, que no tienen precio. La ciudad vuelve a aparecer ordenada, hermosa, y sus ciudadanos fraternalmente acogedores, tanto más acogedores cuanto menos caso le hacen a uno y le dejan en su libertad anónima. 132
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