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la ordenación de las mujeres, y la inquietud y urgencia por la unidad cris– tiana. Toda esta problemática revistió especiales características en Estados Unidos aunque no fuera más que por la potencia de sus medios de comuni– cación, su apenas limitada libertad democrática, su imaginación y curiosidad, por una especie de «pionerismo californiano,» saturado de seudofilosofía y siquiatría universitarias y, todo hay que decirlo, por tanta literatura del corazón, de lo inusual y lo ficticio. Los temas suenan siempre con sordina, y vuelven a vibrar cada vez que hay un Sínodo Episcopal en Roma o se inicia un nuevo pontificado desde Juan XXIII a Juan Pablo II. Parece percibirse cierta frivolidad en la enumeración de estos y otros asun– tos, al recapacitar que la cuestión fundamental es nuestra pertenencia a Cristo y a su Iglesia. Tales son el espíritu, la forma y el estilo de la revolución permanente yanqui. 129