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Guerra Mundial. Eran el periodismo y la información de tipo medio los que ofrecían más fielmente, por eso de la menor profundidad, la actitud estadounidense ante el Concilio. La claridad, la exactitud, la ingenuidad optimista y la ilusión esperanzada impregnaban el ambiente religioso católico. No había indicios ni exigencias de algo revolucionario y convulsivo. La designación más cor– riente del sínodo escepcional era llamarlo el «Concilio de la Renovación.» Minoritariamente se hablaba de «cambios drásticos.» Pero se repetía mucho más el aceptado término de Juan XXIII: aggiornamento, puesta al día de la Iglesia, sensibilidad y respuesta al tiempo y a sus signos, con un examen a fondo de la vida entera católica. Aunque los dogmas quedasen in– tactos, se podría intentar dar «nuevas dimensiones a las doctrinas tales como la infalibilidad del Papa, la presencia real de Cristo en la Eucaristía y la naturaleza del pecado original.» Corría por entonces una frase que figuraba entre las peticiones en la oración de los fieles: «Para que los hom– bres buenos sean llevados a la renovación y fortalecimiento más del espíritu que de la ley.» De esta manera les podría parecer a los norteamericanos ver en el Concilio algo conforme a su estilo civil de realizar progreso y renova– ciones. Las perspectivas conciliares que más interesaban a los católicos americanos eran las propias de su ambiente y las que más vigencia siguen te– niendo, tales como la teología del laicado, el sacerdocio de los fieles, in– cluidas las mujeres, el cambio del rígido escolasticismo que se abría hacia un tomismo «capaz de tomar aspectos de Freud, Sartre y Marx, la colabora– ción bíblica entre católicos y protestantes, y el abandono del rígido an– ticomunismo de Pío XII, como consecuencia de la «socialización» de que habla la encíclica Mater et Magistra de Juan XXIII. No era escandalizante, pero sí causaba algún desconcierto oir a un Padre conciliar que entre eclesiásticos reunidos en Roma había «un acuerdo tácito de no mencionar siquiera el comunismo.» Naturalmente no quería decir ignorarlo, tanto en su contenido como en sus intenciones. Se pretendía resaltar la actitud de la Iglesia, que es siempre valedera y activa en cualquier coyuntura temporal, como lo son, en última instancia, el yanquismo y el comunismo. Los con– tactos con «hermanos separados» y demás disidentes se consideraban im– prescindibles e importantes en el terreno de la doctrina, del culto y de las relaciones humanas, ya que sobre todas ellas deben regir la caridad y humanidad cristianas. Estaba de moda la «apertura» del párroco del mun– do, Juan XXIII. De él un obispo católico decía: «Es más fácil ver al Papa si usted es metodista.» Por entonces se extendió por aquí, como por todo el cristianismo alborozado, la frase que tuvo fortuna, del arzobispo de Parderborn, Alemania, Lorenz Jaeger, según la cual en este Concilio «el Catolicismo ha llegado, por fin, al término de la era constantiniana.» En el contexto del Vaticano II se plantearon vibrantes y a plena luz temas de intimidad, de alma y cuerpo, de conducta personal, tales como el divorcio, el aborto, el celibato eclesiástico, la vida sexual en toda su gama, 128
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