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Thornas J. Orady Bishop of Orlando Rene Gracida Bishop of Pensacola-Tallahassee Sus nombres y los de sus diócesis promueven, además de la eufonía, la vigencia de raíces étnicas de una cultura católica y múltiple por la armonía de indios, descubridores y peregrinos. En los Estados Unidos, al lado de otros incuestionables valores, son impresionantes la antorcha de la Liber– tad, los versículos de la Declaración, la firma de los Obispos, los trofeos olímpicos y los Oseares de Hollywood. IMPACTO DEL VATICANO II Todo pareció ocurrir oportunamente. El Concilio Vaticano II ha sido el hecho más importante del siglo XX para los católicos, con resonancias evidentes en las demás confesiones y culturas espirituales del mundo Occi– dental. La cristiandad de los Estados Unidos, relativamente joven e ins– talada en el vigor nacional y lanzada a la vida moderna, la de hoy y de mañana, se encontró con el regalo providencial de un acontecimiento religioso prometedor, empresa técnica y sobrenaturalmente posible, reto digno al Nuevo Mundo. Varias razones pudieron promover el interés por el Concilio, motivos en cierto grado exclusivos de los yanquis. El papel mundial de la asamblea romana era coetáneo del apogeo occidental de los Estados Unidos. Podrían influenciarse benéficamente y consolidar la pax americana del orden y la libertad. Otra causa era el hecho de la diversidad cristiana dentro de los Estados Unidos. Si el Concilio iba a ser el de la unidad, su éxito tendría aplicaciones más visibles en las comunidads innúmeras cristianas de la nación que sigue siendo campo libre de competición sosegada entre los hombres y Dios, las confesiones y Cristo. Algún intenso católico yanqui abrigaba la ilusión de, si subsistiera la costumbre del orbe cristiano constan– tiniano o germánico del Sacro Romano Imperio, Estados Unidos hubiera asumido con gallardía el honor de patrocinar y acaso presidir algunas se– siones conciliares al modo corno lo hicieron Constantino el Grande y Carlos Quinto. Pero esto era entrar en el mundo de Walt Disney. Así ocurría con numerosos chistes, todos ellos de intención y significación benévolas, aun– que parezcan hirientes. Uno de ellos circulaba entre los padres conciliares en Roma: «Conocíamos tres iglesias: la militante, la purgante y la triunfante. Con ocasión del Concilio, se ha descubierto la cuarta: la pagante, la de los católicos de Estados Unidos.» Era un reconocimiento amable y bienhumorado de la proverbial generosidad yanqui a su Iglesia, y que en– tonces aparecía más deseable en los reajustes inmediatos de la Segunda 127

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