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bullentes, caja de resonancias, manantial de fertilidad, bosque y jardín de flora en pleno reverdecimiento, como de primavera, según proclamaba el libro de Charles A. Reich, «El Reverdecimiento de América -1970-: «este cambio tendrá su origen en el individuo y en la cultura, y cambiará la estruc– tura política solo al final. No requiere violencia para triunfar, ni tampoco se podrá resistir por la violencia». Lo idea/ístico, lo utópico, en parte fracasado, de tales expectativas, no destruye ni hace vanos los valores, cora– jes y sueños yanquis, ni los aspectos y sugerencias de este libro. Abundan, por supuesto, palabras y mensajes de alerta ante los riesgos de lo que podría ocurrir en posteriores etapas. Algo de todo esto se medió percibir, entre humanidades inmaduras que culminarían acaso en una «Grecia en Gracia de Dios». Tengo la impresión de haber contemplado y apenas vivido «el sueño» americano -sueño cargado de ensoñación y «desensueño- que se decanta en sensación y propósito de sublimarse en mística y que se queda en tenue forma de seducción. Así se prepara la historia rebelde y enamoradiza de las frustraciones. A toda civilización poscristiana le acecha la situación perpleja mosaico– a/ejandrina. La Iglesia, además de ser revelación y experiencia sacramental de vida sobrenatural y eterna, es civilización y cultura de Dios y los hom– bres, con todas las peripecias de un orbe como de Acuario. Me embargaba una sutil atmósfera de inteligencia, frescura y libertad balanceada, eso mismo que otros consideran ingenuidad, candidez bárbara y otras variantes, incluído un incierto maquiavelismo judaizante, y que, a lo mejor, es mucho más sencillo o inmediato: fantasía, trabajo y razón de USA. Por lo demás y aunque parezca absurdo, me ha parecido - hé aquí lo más seráfico por mi parte - encontrarme envuelto, impregnado en cierto lirismo medioeval franciscano. -No se olvide que anglosajones, escan– dinavos y germánicos fueron siglos antes católicos en una sola cristiandad. A través de fusiones católicas de historias, leyendas, encantos y sagas puritanas peregrinantes, singularmente en el ciclo inglés, persiste el fulgor de las leyendas y romances de la Tabla Redonda, del Rey Arturo, los encan– tos de Camelot y las auréolas angélicas y pobres de las Florecillas de San Francisco . Subsisten asimismo los Roldan y Carlomagnos franceses, y el Cid español. La vida, el turismo y el teatro yanquis logran hasta ahora, en las proximidades del 2000, que resplandezcan y revoloteen los seres de Walt Disney, que campeen y luzcan por el planeta las sombras, luces y colores de Hollywood, y lleguen con los sueños, quebrantos, venturas y deliquios de todos los hombres y mujeres, las criaturas de Miguel de Cervantes en la «vía láctea» de Broadway: los entrañables fantasmas de Don Quijote, Dulcinea y Sancho Panza. Las victorias de ficción , prendidas en almas y cuerpos de algo más que ficción, reverberan entre las estrellas y las barras. Son tiempos de Concilio. Tiene lugar el Vaticano II, «momento estelar» de la década iluminada de los años sesenta y que sigue siendo fermento evangélico de nuestras cristiandad católica, transida de comunica- 10

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