BCCCAP00000000000000000000550

en el Suroeste y en el Sur. La expansión católica no cae bien en determinados sectores, y estallan movimientos de violencia. Se manifiesta el nativismo, movimiento organizado, de reacción anticatólica, a cada oleada de inmigrantes 1830, 1840 y 1850, con actitudes y «cruzadas» contra conventos y rectorías y motines en distintos puntos, especialmente en Filadelfia. La cruz de la catedral de San Luis es atravesada por dos balas de los amotinados an– ticatólicos. Los «nativos,» al fin y al cabo, no tan recientes inmigrantes como los últimamente llegados, y en su mayoría protestantes, es explicable que se de– jaran seducir por el convencimiento de ser los primeros ocupantes en los estados más progresivos. Lo cierto es que unos y otros, venidos después de Colón, habían traído de Europa, y lo han seguido conservando en distintos grados y formas hasta ahora, algo más que el tesoro de sus piedades puritanas. Les brotaba del alma y cuerpo el amor a la libertad, el tesón del trabajo y de la industria, la alergia a la tiranía, por ilustre que se mostrara, y aquella otra facultad que les iluminó tan pronto pisaban las nuevas tierras y vislumbraban los horizontes de promisión para entonar himnos de acción de gracias, poner en tensión disciplinada su coraje y edificar la nación. Europa quedaba atrás, pero parte de su grandeza y sus cortedades, siempre indestructibles desajustes humanos, se habían embarcado, como la sangre, en las carabelas y galeones «Santa María,» «Mayflowern y en las flores de Lis. A los católicos se les denostaba y calumniaba por la práctica de la Con– fesión, por medio de caricaturas que la presentaban como confidencia al servicio de Roma, como, por ejemplo, el dibujo que presentaba al sacerdote en el confesionario, quien, por un lado, oye al penitente y, por otro, envía por telégrafo la comunicación al Vaticano. Las religiosas muestran preponderante papel en el sistema de la enseñanza en las escuelas parroquiales. Se aseguraba así la dedicación de estas almas consagradas por sus votos a la obra más formativa de la contex– tura inicial y duradera de la espiritualidad católica de los Estados Unidos: la labor educativa de las religiosas, que es considerada con justicia la columna vertebral del catolicismo norteamericano. Esto honra ciertamente a la mu– jer responsable de su Iglesia y de su Patria, y honra a los rectores y fieles de las comunidades yanquis, que reconocieron el puesto de la mujer en la educación, instrucción y cultura del pueblo de Dios y de la sociedad civil, a la vez que promovían la auténcia liberalización de la mujer americana. La primera santa nativa norteamericana, Santa Elizabeth Seton 1774-1821, hija de un rector de una iglesia episcopal, pierde a su marido en 1804, ingresa en la iglesia católica en 1807. Se traslada con sus cinco hijos a Baltimore donde establece la primera escuela parroquial católica. Con la ayuda del Obispo Carroll de Baltimore funda las Hermanas de la Caridad y es la primera superiora de esta congregación. Es canonizada por Pablo VI, en Septiembre de 1975. En nuestros días ha ocurrido algo alegremente 105

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz