BCCCAP00000000000000000000550

como estaban establecidas y fijadas, siempre en progreso, de sus respectivas nacionalidades, española, portuguesa, francesa, inglesa, holandesa, y otras, que enlazaban vínculos de fe y de sangre con las raíces de Jerusalén, Grecia y Roma, la luminosa savia del Medioevalismo y el Renacimiento europeos; y las controversias trágicas y principescas de las Reformas, ambas reformas la protestante y católica, en torno al Tridentino. Todo este caudal de ideas y de sangres, juridicidad cristiano– humanística, iba a esponjarse e injertarse en el tronco aborigen, ya de an– tiguo sensible y capaz de enriquecerse y enriquecer con los excesos de la historia, que, por humanos, suponen siempre anales de gloria providencial, errores y sacrificios. No puede pasar desapercibido para América el hecho de que los que la evangelizaron de inmediato eran los militantes más heroicos y sufridos batalladores. Iban al Nuevo Mundo, más que como representantes de ideologías de occidente, como testigos audaces de una vida total cristiana. Y la pensaban instaurar en las tierras y mentes recién descubiertas para su ini– ciativa, su creatividad y, para muchos, su libertad. Eran los voluntarios de un sueño. Esto ocurrió en todas las confesiones. Respecto a los católicos, ya en el tiempo de la Revolución un activo grupo de ellos desempeñó su papel en la lucha por la libertad, y compartió el humanismo democrático e institucional de la nación. Uno de los más opulentos americanos de entonces fue Charles Carroll, muerto a los 95 años, en 1832, firmante de la Declaración y su último sobreviviente. Inauguró la construcción del ferrocarril de Baltimore, Ohio, 1827. Tanto sus riquezas como su catolicismo influyeron en sus actividades liberalizantes. No es caso único en Estados Unidos, donde poder económico y religión confortable y fomentadora de prosperidad coinciden con el con– cepto y el afán de prosperidad, sin demasiadas concesiones a la ascética tradicional de Oriente y Occidente. Eran los tiempos paralelos en los que acababa de ocurrir la epopeya franciscana de Junípero Serra y sus compañeros. Engarzaron la alta California en su rosario de las ventiún Mi– siones desde San Diego hasta San Francisco por el mismo año 1776, y cuyo Bicentenario, por consiguiente, también se estaba celebrando. El establecimiento jerárquico de la iglesia católica en América ocurre con el nombramiento de John Carroll como primer Obispo de Baltimore. Su designación es considerada como «acontecimiento casi único en la historia eclesiástica,» «fue elegido por su fuerte patriotismo.» En su anillo episcopal llevaba impresas las trece estrellas de los Trece Estados. Y esta inscripción: «Ne derelinquas nos, Domine Deus Noster.» Segunda etapa. Crecimiento. De 1800 a 1860, se amplía la nación y crece la Iglesia Católica. También los católicos buscan el Oeste, y su mayor parte ya estaban allí a lo largo de las costas del Pacífico y en las tierras aún hispanas 104

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz