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cender al cielo, no se atrevían a dar un paso por las calles de Jerusalén, pues si alguien les reconocía podía enviarles a la muerte. Su vida estaba en un hilo. Había, además, un compás de espera ordenado por el Maestro antes de ascender al cielo. Y la hora señalada llegó. Llegó en forma de fuego y viento impetuoso. Aquellos hombres tímidos se tomaron valientes; los apocados, audaces; los ignorantes, sabios. Saltaron a la calle y comenzaron a predicar a todas las gentes. Pronto se arremolinaron muchedumbres a su alrededor y no faltó el comentario hiriente y malicioso: "Están ebrios". Pero no eran, aquéllas, horas ele borrachera y sí de graneles verdades. Aquellas verdades que lanza– ban a los cuatro vientos ele la maííana los Apóstoles y que hombres ele distintas lenguas y razas compren– dían maravillosamente. El milagro se había realizado. El Espíritu Santo había transformado a los discípulos de Jesús. Había llegado, pues, la hora del Espíritu Santo. Nosotros estamos en esa hora. Para el Padre, la Creación; para el Hijo, la Redención; para el Espíritu Santo, la Santificación. Y esa es, justamente, la obra que Dios tiene que realizar entre los hermanos. De poco nos serviría haber sido creados y redimidos si no fuéramos santificados; si todos los dones maravillosos de Dios no llegasen hasta nosotros. Tal vez al Espíritu Santo le hemos tenido un tanto olvidado a costa de nuestra misma vida interior. Porque nos hemos fabri– cado una devoción acomodaticia. Intrascendente y dulzona, muy a propósito para anestesiar conciencias 94

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