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echaron en cara sus enemigos que únicamente Dios podía perdonar los pecados. Y tenían razón. Cristo hizo milagros para demostrar que tenía esta potestad divina. Cristo murió en la cruz y resucitó para traernos esa potestad Única, di\·ina, escalofriante y dulce del perdón de los pecados. La Humanidad siempre buscó, de una manera o ele otra, la purificación de los pecados. El mayor tesoro para todos los hombres de todas las razas y de todos los tiempos era la certeza del perdón, la paz de la con– ciencia. Todas las religiones nos hablan de esto y hasta se encuentra en las mitologías más antiguas. ¿Y Cristo? De qué manera tan sencilla, casi como sin querer, les entrega la potestad de perdonar los pecados. Pero detrás de aquella sencillez está toda la sublimidad de su vida de Dios-Hombre: que se encarna, que busca a los pecadores, que enseña una buena nueva, que es– parce milagros a voleo, que derrama toda la sangre en la Cruz, que muere y que sale del sepulcro para traer– nos eso que tanto anhelamos: la seguridad de ser per– donados. ¿Cuántas veces? Siempre. Basta someterse a la Iglesia a quien entregó esta potestad, y arrepentirse sinceramente, para que todo quede cancelado, como si no hubiera existido. ¿,Hemos pensado alguna vez que el sacramento que más se puede recibir es precisamen– te el de la confesión? ¡Qué bien conocía Cristo la enor– me fragilidad de los hombres! Hasta aquellos que tenía delante y a quienes entregó ese poder para que fueran transmitiéndolo ele generación en generación, le habían 73

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