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de su pasión -que sería el gran enigma indescifrable para tantos- Jesús se dejó llevar. Pero no pudo menos de llorar al verse tan incomprendido. Aquella ciudad sería arrasada. Aquellas gentes dispersadas como el polvo de los caminos. Aquel Israel dejaría de creer en el Mesías y se pasaría al becerro de oro. Hoy dudo que los israelitas esperen la vuelta del Mesías. Creen, más que en milagros, en la poten– cialidad de los "Mirages", y del dinero que pagaron por ellos. Cristo fundó un Reino sobre las ruinas de todo aquello. Lo malo es que nosotros no acabamos de com– prender que el camino de ese Reino es el sufrimiento: "Quien quiera ser mi discípulo, cargue con su crnz cada día y sígame". Es muy difícil admitir el dolor así, sin más ni más, cuando hay tantos calmantes para amortiguarlo y tantos entretenimientos para olvidar las penas. Y, sin embargo, el dolor ahí está. Invencible y amenazante como una fiera agazapada. Para demostrar lo indestructible del dolor me basta recordar el gesto tan corriente del hombre que toma un calmante. En ese gesto sencillo y repetido van demostradas dos cosas: La lucha de la humanidad contra el dolor y la persis– tencia del dolor a pesar de la lucha de la humanidad. Entonces, ¿qué? ¿Hay que rendirse sin condicio– nes? No. Es bueno, lícito y humano luchar contra el dolor. Pero también es lícito y muy razonable que a pesar de todo nos toque bastante que sufrir en la vida. Por ello será bueno que en el camino agitado de nues- 64

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