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De nuevo la pregunta indiscreta, más ansiosa e inquie– tante aún: - "Pero, Maestro, ¿qué es la muerte?". Confucio abrió los ojos y los labios para responder. - "No sé qué es la vida, ¿cómo queréis que sepa qué es la muerte?". Para los griegos sentenció Sócrates que "la filoso– fía era un aprendizaje de la muerte". Para los romanos Cicerón escribió "que era un comentario de la muerte". Para los judíos había escrito Job: "Corrieron mis días más veloces que la lanzadera, van a su fin sin remedio". ¿Qué otras gentes habían llegado a Jerusalén para la fiesta de la Pascua? Un puñado de discípulos con su Maestro a quien escucharon, para transmitirlas a todas las generaciones, las palabras siguientes: "Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto". Sobre los cadáveres de los granos echan raíces las espigas que florece(1 en una nueva primavera. Sobre la lucha diaria, sobre el continuo palpitar de un cora– zón afanoso que en la tierra ama y odia, sufre y goza, trabaja y descansa, está floreciendo esa vida eterna que Cristo nos ha prometido. Nadie puede hablar sobre vida eterna si no es El Eterno. El, que la ha visto y la ha vivido y la vivirá con nosotros o nosotros con El, mejor dicho. Pero es importante comprender que el Dios inmortal se hace mortal para enseñan1os a morir. Y que en este mismo Evangelio de hoy trasciende su angustia ante el morir. Una rebelión lógica de toda naturaleza humana. Pero 61
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