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cuando se sumerge en un seudomisticismo arrollador y dulzón y deja de pensar y aspirar al cielo, como si el cielo fuese eso. Y no. Instalarse aquí abajo va contra la fe. Insta– larse en nosotros mismos va contra la caridad. Por cristianos nos debemos a los demás. Por cristianos te– nemos que pasar por el desierto de la vida cargados con la cruz a cuestas. Siguiendo a Cristo. Esa plena felicidad es cosa del otro mundo. Pero de un mundo que sabemos existe. Un mundo para anunciar el cual Dios mismo vino a esta nuestra tierra, hizo sus mila– gros, predicó su Evangelio y murió en una cruz y resucitó. Para que nosotros tengamos la seguridad que nos da la fe de que un día también resucitaremos. Y de que el cielo es para aosotros. Nosotros somos peregrinos y extranjeros en este mundo. Podremos tener, como todo caminante, buenos o malos caminos, horas amargas o agradables, pero no debemos nunca perder de vista la montaña. Esa mon– taíla blanca, sublime, donde el cielo azul se une a la tierra gris. El Tabor es nuestra meta. Y para este mun– do, donde se cree más en la blancura de los detergentes que en la blancura transfigurante de Cristo, tenemos que ser dignos de un mundo que está por venir, pero que llegará para todos nosotros. Una vida que nos es– pera a las mismas puertas de la muerte y que tenemos que alcanzar como la cumbre de una montafia. He ahí nuestra meta. Como decía el pensador español que tanto gustaba de paradojas: "Tenemos que alcanzar esa vida que no fina, con razón, sin razón o contra ella". 52

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