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mejor es dejarlo así. "No apagaré la mecha que toda– vía humea ... ". Mientras la vida aliente, todavía hay confianza de salvación. I\1ientras la chispita no se ha apagado <lel todo, aún se puede encender el fuego. Decía Chestertón en una de sus célebres parado– jas: "El mayor delito consiste en romper un juguete a un nifio. Mira, amigo, yo tenía fe. Tú me dijiste que era infantil, ingenua, hueca, como un juguete de niño. Y me la rompiste. Ahora, ¿_qué? Ahora te voy a matar, porque si no hay Dios, ni cielo, ni infierno, ni nada, ¿_qué rne puede detener para matarte a ti, asesino de mi fe ... ?". Sí, queridos Heyes Magos, sería bueno que deja– seis en cada corazón humano una semilla de fe. La necesitamos todos. Pues jugamos a destruirla para lue– go autodestruirnos ... ¡Sentirnos un vacío tan grande ... ! No queremos darnos cuenta que la fe, en defini– tiva, es un don mucho más gratuito que cualquiera de los juguetes que, al fin, se compran y se venden. La fe no se puede comprar ni \'ender. Se puede usar y per– der. Y es tremendo que andemos perdiendo la fe. ¿Por qué? En el fondo ele toda incredulidad o indiferencia encontramos el orgullo ... No sabemos agradecerla a Dios como un don gra– tuito. Somos igual que la araña que tiró hilo desde la rama más alta del úrbol, tejió luego su tela y engordó cazando moscas durante todo el verano. Se sintió luego tan importante, tan orgullosa, grande y segura de sí misma, que pensó que el hilo que venía de arriba no servía para nada y lo cortó. Sin pretenderlo, se suicidó. Y la propia tela fue la mortaja de la arafia. 39

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