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naría materia prima para noventa lápices. Del fósforo podría hacerse una caja de cerillas. Hasta daría algu– nas cucharadas de sal. -Pero eso no es mi hijo. -Sí, eso es justamente lo que tú has dado a tu hijo: la sangre, la carne, los huesos, el agua. Total, 98 centavos de dólar. Ni un dólar siquiera. El alma no se la has dado tú, sino que la ha creado Dios y la ha infundido al cuerpo. Y con el alma va la voluntad, el entendimiento, la imagina– ción, la sensibilidad, el amor... Cuando Dios le retire el alma, lo que quede será un cadáver. - Pero es que yo no puedo ser padre o madre de un cadáver. Sino de un hombre. De todo lo que hay en mi hijo. De éste con todo lo que tiene: carne, sangre, corazón, volun– tad, inteligencia ... En definitiva, una persona. Tienes razón. Tú eres padre o madre de una per– sona, no de un monstruo. Le hayas dado lo que le hayas dado tú. Y termino rápidamente porque el papel no da para más. De sobra sabes que en Jesús hay dos natu– ralezas - divina y humana - , pero una única persona divina. En unión singular, hipostática, se unen las dos naturalezas en la única persona divina, la segunda ele la Santísima Trinidad, para formar un ser - Dios y hombre- al que llamamos Jesús. María es la madre ele ese ser singular, de esa persona con naturaleza divina y humana, al que llamamos Jes{1s; por tanto, María es la Madre de Dios. Nos hubieran sobrado todos los razonamientos, pues se trata de un dogma de fe definitivo hace mu– chos siglos, antes de cualquiera de las escisiones del 32
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