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los propios hijos y la promesa que un día ellos mismos, al ser padres, encontrarán ese respeto y esa compren– sión qne hoy tributan a los de esta generación. Este es un problema candente hoy. Incluso habiendo queri– do todos tener la fiesta en paz habrá sonado alguna nota desentonada en medio de la armonía de la Navi– dad. Los hijos dicen: "No nos comprenden". Y los padres replican: "No hay quien los entienda, no sabe nno qué hacer". Sería bueno que los jóvenes, que tan reiteradamente piden comprensión, tratasen de com– prender el punto de vista de sus padres que pertene– cen a otra generación y, sin duda, tienen mucho que enseifarlas. Sería lógico, también, que los padres, que algún día fueron jóvenes, recordasen las ventajas y las limitaciones de esa edad y que a ellos tampoco les comprendían: ¡Qué pronto se olvida el hombre ele todo eso! Por ello se ha dicho muy bien que es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Un poco de examen, de mutua simpatía, les haría mucho bien a todos. San Pablo nos habla en la segur~da lectura de amor. El amor es la gran argamasa que amortiguará el choque generacional. Padres e hijos, en el fondo se aman. Se aman mucho, como ellos solos saben amarse. Pero conviven bajo un mismo techo y no se desnudan nunca el alma a no ser que una tragedia se cierna sobre el hogar. Y las tragedias raramente llegan, y la felicidad está hecha de esos mil detalles ele cada día. ¡La manifestación de ese amor evitaría tantas palabras destempladas corno a veces resuenan bajo los techos de los hogares! 28

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