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Cristo lo buscó, pocos días después, donde podía encontrarlo: en el mar. Debía ser la piedra fundamen– tal ele la Iglesia. Hizo milagros para convencerle de que su rumbo era otro que pescar peces. Hizo milagros que él podía comprender bien. La pesca milagrosa, el andar sobre las olas, el mandar callar al viento y aman– sarse las olas. Hasta que Pedro no tuvo más que ren– dirse y gritarle: "Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador". Pero a Cristo no le asustaban los pecadores humildes y le dijo: "No temas; tú, sígueme y yo te haré pescador de hombres". Y le siguió. Iba siempre el primero. Se oyó alabar tantas veces que se le inoculó el demonio del orgullo. Se creyó algo. No comprendió que, de no ser llamado por pura gracia de Dios para su destino supremo, hu– biera seguido siendo el pescador moreno, semicalvo, violento, del mar de Galilea, que de vez en cuando -al ir los sábados a la sinagoga- soñaría con la veni– da del Mesías. Por eso el mismo Cristo, después de recordarle que "era piedra sobre la cual fundaría su Iglesia", tuvo que rechazarle ante una salida de orgullo y gritarle lo contrario de siempre: "Apártate de mí, Satanás ...". Todavía Satanás le iba a tentar más fuertemente. Sería la noche en que todos habían de ser "zarandea– dos como el trigo en la criba". Entramos plenamente en el sino de Pedro, que, como un juego de palabras, es un si y un no. Aquella noche Pedro dijo el si más presuntuoso de su vida: "Aunque todos te abandonen, yo no". Todos eran los otros; y los demás no tenían 222

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