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Hesulta mucho más claro si tenemos en cuenta las circunstancias en las cuales se escribió el Evange– lio. La forma y las imágenes de estos dichos proceden del fondo común de la literatura apocalíptica, muy extendida en los ambientes judíos del siglo I de nues– tra Era. Pensemos que San Pablo está anunciando casi constantemente la parusía del Sefior. Por tanto, teniendo en cuenta todo esto, sabemos que, aunque las palabras sean de Jesús, predicadas por sus Apóstoles y escritas por el evangelista, no quiere decir que Cristo las haya predicado en aquel orden y de aquella manera que ahora aparecen. No es una transcripción taquigráfica de un sermón de Jesús. Por ello vemos bien claro que, aquí, el escritor sagrado junta dos cosas: el anuncio de la ruina ele Jem– salén, y la escatología. Como judío que era, para él, la ruina de Jerusalén, su templo y su reino, era tanto como la ruina del mundo. De ahí que entremezclara las dos cosas. Ahora, a veinte siglos de clestancia, no estamos en esa tensión tremenda de expectación ante la próxi– ma ruina del mundo. Pensamos que el mundo -abuelo de miles de millones ele afios- vivirá otros tantos a pesar de los terremotos, las guerras, las catástrofes y los eclipses. Pero lo que no pasa -además de la palabra de Jesús- es la ensefianza c1ue todo esto encierra: la vigi– lancia en que debemos vivir. Porque sabemos que esta generación desaparecerá y tendrá que dar cuenta de sus actos a Dios. El mundo seguirá rodando. Nuestros 208

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