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Somos exigentes cuando se trata de derechos. Lo somos 1m:cho menos cuando se trata de deberes. Que– remos que se nos atienda a cualquier hora y en cualquier circunstancia, en nuestras necesidades espi– rituales y 110 tan espirituales. Recibirnos -una y mu– chas veces- los beneficios de un ministerio que es un servicio no retribuido -usando hien de él y abusando algunas veces- y no querernos comprender que el sacerdote que se pone tras la rejilla del confesionario, Las de la madera del altar o del arnhón, tras de un despacho, o que llega corriendo a la cabecera de un moribundo -quizá a medianoche- también tiene derecho a vivir. Somos duros con él y 110 le perdona– mos el más r:;Ínirno fallo. Nosotros, tan humanos, nos olvidarnos <le <1uc, fundamentalmente, estamos ante un hombre. Algunos quisieran que el sacerdote estuviera siempre a su disposición, sin fatiga y sin desmayo. ~Somos lógicos? Si no queremos que cada vez haya me11os iglesias y menos sacerdotes, tenemos que ir pensando en ayu– dar a la Iglesia, por la mañana de los domingos, tanto como a los estadios en esa misma tarde. ¡Quó cortos somos para unas cosas, y qué largos para otras! Los curas tendremos la culpa de> muchas cosas que pasan en la Iglesia. Pero de otras, no. Y lo cierto es que Cristo alabó la actitud generosa de la viuda que dio, con palpitación de corazón, su única moneda. La alabanza de Jesús vino después de la crítica contra algunos de los servidores de aquel templo. Una cosa no dispensa de la otra. 205

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