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nos importa el dolor, el llanto, el sufrimiento del pró– jimo con tal de que se callen. Si gritan, si protestan, si sacan a la plaza pública su miseria, su hambre, su necesidad, su profunda tara, su rebeldía, les mandamos callar. Menos mal que entre tantos egoistas pasaba el Amor. ·'Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo". Y el milagro se hizo: "Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino". Creo que nosotros somos mucho más ciegos que Bartimeo el de Jericó. Porque nosotros, que danzamos cual marionetas en el engranaje materialista de la vida, no nos damos cuenta que el cristianismo es, ante todo y sohre todo, amor. Y mayor penitencia que todos los dolores que nos caigan sobre el cuerpo y el alma a lo largo de la existencia, es la lucha diaria -guerra sin cuartel- contra nuestro egoísmo. Una lucha que dura tanto corno nuestra vida. Una lucha sin treguas. Una lucha que se lihra en el campo de batalla del propio corazón y que, de salir vencedores, haríamos este mun– do nuestro m{ts luminoso, más feliz, más propicio a la convivencia entre humanos. Que aquel ciego no era el más ciego de cuantos pasaban por el camino es buena prueba de que creía en la mesianidad de Jesús y le llamó con un título me– siánico: "Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí". Quizá a muchos les molestaba este reconocimiento. A pesar de ver sus milagros, eran ciegos. Tenían ojos y no querían ver. Fue el ciego el que les mostró la verdadera luz que destellaba el mensaje de Jesús. Por eso, éste, alabó su fe: "Anda, tu fe te ha curado". 199

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